En esas dos intervenciones públicas se resumen los extremos del dilema en que parecen haber encallado muchos occidentales ante la evidencia de la Tercera Guerra Mundial: ¿para qué defender un modo de vida cuyas consecuencias no son satisfactorias? Es obvio que, si la respuesta es negativa y se llega a la conclusión de que no vale la pena defenderlo, hemos perdido antes de librar ningún combate y podemos ponernos los grilletes nosotros mismos para entregarnos al Islam en condiciones.
Pero la respuesta no tiene por qué ser negativa, porque resulta que este sistema, a diferencia de todos los demás realmente existentes, desde el way of life de la sharia hasta el régimen indio de castas, lleva en su interior tanto el veneno necesario para el suicidio como los antídotos necesarios para su propia salvación. Es cierto que no podemos promover nuestros fracasos como si fuesen triunfos, pero también es cierto que sólo nosotros podemos superar esos fracasos.
¿Qué defendemos cuando defendemos la idea de Occidente? Cosas sólo aparentemente abstractas como la libertad individual, la igualdad ante la ley, la seguridad personal, la tradición judeocristiana, las pervivencias de la romanidad contra la cual se alzó, se definió y se conformó históricamente el Islam. Todo esto tiene derivados concretos: el derecho de propiedad, fundamento de la prosperidad general; el derecho a unirse libremente con otra persona para procrear y educar sin otra condición que el amor mutuo, sin tener que comprar una mujer o someterse a un varón elegido por los padres; el derecho de circulación de las personas sin desmedro de su vida y su hacienda; el derecho a una justicia no arbitraria, eficaz y respetuosa. La lista podría seguir a lo largo de muchas páginas, pero creo que basta con estos enunciados particulares para que el lector indeciso, en el entendido de que es sujeto racional, comprenda que tiene mucho que perder ante el avance del Islam sobre Occidente.
Yendo un paso más allá, empezará también a comprender que los problemas a que nos enfrentamos en nuestro propio territorio tienen una solución implícita en esa breve enumeración de tradiciones y derechos. Una solución política que tal vez caiga lejos de la burocracia europea. Una solución liberal que no verá la luz mientras, como se pretende en este momento, se decida a la manera soviética la liquidación de los cultivos de remolacha españoles en los despachos de Bruselas; mientras se finja arreglar los dramas de África mediante la condonación de las deudas contraídas por dictadores tribales en vez de extender a ese continente las normas de nuestro propio desarrollo (la propiedad privada, la seguridad, la justicia) y liberar el comercio de esas presumibles naciones, aún en agraz; mientras se siga considerando progresista el intervencionismo estatal y el proteccionismo, contra los que ya protestaba airadamente Churchill hace un siglo.
Es probable que las culpas poscoloniales de los europeos, la desazón que experimentan ante su propio way of life se diluyan en el curso del desarrollo real, político y material, del propio modelo, hasta ahora obstruido por la obsesión de imponer a las sociedades civiles y al mercado, desde el Estado, un orden supuestamente ideal, pero necesariamente desligado de la realidad por su mismo origen. Ahora bien: el Estado no puede ni debe ser más que un marco de garantías para que los individuos desplieguen su iniciativa, pero tampoco puede ser menos que eso. Para serlo, el Estado ha de ser necesariamente democrático y abierto, pero sin perder capacidad de defensa.
Lo primero que hay que defender es el Estado democrático, de sus enemigos exteriores e interiores. Y lo expreso así porque no hay mejor aliado de la deletérea acción del Islam sobre Occidente que los movimientos fragmentadores del Estado-nación, de los que en España tenemos para dar y regalar: tal vez ETA no haya tenido nada que ver con el 11-M, pero no cabe dudar de que cada asesinato y cada bomba de los terroristas vascos es celebrada por Al Qaeda como una contribución a su guerra contra Occidente.
De los muchos fenómenos sociales a que ha dado lugar la enfermedad ideológica del multiculturalismo, asociado para el caso con algunas tendencias del feminismo radical, el más curioso es el de la defensa por grupos organizados de mujeres del modo de vida de las comunidades islámicas. Después de largas décadas de lucha por la igualdad, desde el sufragismo hasta la incorporación, todavía incompleta, de la mujer al mercado laboral, asistimos con asombro a la reivindicación del derecho de un colectivo, en el que predomina el poder hereditario de los varones sobre unas hembras jurídicamente inexistentes, a persistir en sus hábitos perversos. También algo tan elemental como la igualdad entre sexos está en riesgo, y es algo que debemos aprestarnos a defender mientras el Gobierno Zapatero, que se proclama voluntario para una alianza con el enemigo –no se sabe si en pleno síndrome de Estocolmo o en un ataque de autoodio capaz de llevar a un judío a proclamarse hitleriano–, promueve el adefesio jurídico del matrimonio homosexual, difícilmente grato para el legislador musulmán, en contra de la Iglesia Católica.
No se trata, pues, únicamente de saber de qué hablamos cuando hablamos de Occidente, de qué es y qué puede llegar a ser Occidente, sino de librar la costosa batalla de la propaganda contra el conjunto de los productos ideológicos cancerígenos que medran a expensas de nuestro propio sistema: el multiculturalismo, el antisemitismo, el feminismo radical, el proteccionismo, el intervencionismo, el caritativismo de las oenegés redentoras de pueblos pobres sometidos a dictaduras, el izquierdismo utopista de los simpatizantes de Fidel Castro, el populismo estatalista de los chavistas, el antiamericanismo, el racismo negro, los nacionalismos, cuyos discursos inundan los medios de comunicación.