Recuerdo que en 1999 (baldío sería añadir “cómo pasa el tiempo”, porque lo único que se acelera con la vejez es precisamente eso, el tiempo), cuando se publicó el libro de Claude Lefort La complicación, en el que intentaba salvar a Marx del naufragio del totalitarismo y sugerir la idea de que otro comunismo era posible –y en el que criticaba ferozmente el magnífico libro de Francois Furet El pasado de una ilusión (1995), que yo me atreví a defender en La Ilustración Liberal (nº 2, abril-mayo de 1999)–, comentaba estos eventos con Joaquín, un amigo madrileño, y éste me preguntó si había leído La tragedia soviética, de Martín Melia, que Lefort también critica ferozmente en su libro. Confesé mi estúpida ignorancia, y en el acto me precipité a la única librería de verdad que existía en mi barrio de entonces, para comprar dicho libro, que leí de un tirón y que me entusiasmó.
Yo no menosprecio en absoluto la labor de pensadores e investigadores, aislados en sus torres de marfil, (depende de su obra, claro), pero quiero señalar que Malia no fue sólo eso; si en su breve preámbulo cita, como ejemplar, la fórmula del tan ocultado Alejandro Herzen: “Para nuestra libertad, y para la vuestra”, dedica su libro La tragedia soviética a sus amigos de Solidarnosc y de “Rusia democrática”, con quienes colaboró activamente. Dice, así mismo, que dichos amigos rusos y polacos le pedían constantemente que les proporcionara libros de “sovietólogos” occidentales, para buscar en ellos ideas y sugerencias; pero: “Como la mayoría de esos libros occidentales no cesaban de repetir que debían apaciguar su disidencia, y esperar la buena voluntad del sistema para que se reformara él mismo, la única forma para mí de corresponder a sus demandas fue la de someter la ‘sovietología’ occidental a un análisis crítico, y es lo que he hecho con este libro”. Y, muy bien, por cierto.
Añade en ese mismo preámbulo que sería erróneo considerar que dicho análisis se ha convertido en superfluo, debido al derrumbamiento del comunismo, porque Europa del Este no se había liberado totalmente entonces de esa herencia y seguía habiendo voces en Occidente que aconsejaban a los países ex comunistas salvaguardar todo lo que había de “positivo” en esa herencia; y claro, Melia rechaza categóricamente tales infundios progres. Sí, hoy puede decirse que en las ex Democracias Populares las cosas no han transcurrido del todo mal, y que el peso de la herencia disminuye; en Occidente, en cambio, en los diez años que han transcurrido desde la primera edición de este libro en los USA (1994), las nubes tóxicas del Chernóbil ideológico comunista han aumentado. Basta con hojear El País o Le Monde para percatarse de ello. También es cierto que eso le costó a Le Monde la pérdida de muchos lectores. ¿Cuándo le tocará el turno a El País?
Daniel Vernet, en su nota necrológica, recuerda que Martín Melia no sucumbió jamás a la “Gorbimanía”, como tantos, porque estaba convencido de que era imposible reformar el comunismo. Sí, muchos sucumbieron a ese virus, empezando por el propio Claude Lefort, quien escribió artículos delirantes de entusiasmo acerca de Gorbachov y de su “revolución desde arriba”. Fue un vapor calenturiento, porque cuando publicó La complicación su entusiasmo “gorbachoviano” había decaído. Entonces Lefort fingía extrañarse, pero se alegraba, de que el trotskista “histórico” Ben Said –en Le Monde– y Arnaud Spire –en el diario comunista L’Humanité– hicieran grandes elogios de su libro. Desde luego no hubieran escrito lo mismo quince o veinte años antes, pero en pleno desierto un sorbo de agua resulta una maravilla, y Lefort, además, defendía en su libro lo que para ellos es esencial: salvar a Marx del naufragio, y con él, la hipótesis de otro comunismo posible.
En mi artículo de 1999 en La Ilustración Liberal yo defendía, claro, a Furet, y criticaba las tesis de Lefort, según el cual sería extravagante relacionar a Marx con Lenin y Stalin, o sea el marxismo con el totalitarismo comunista. A vuelapluma, yo señalaba algunos de los fallos garrafales del genial Marx, como su tesis fundamental sobre la propiedad privada: “Freno absoluto al desarrollo de las fuerzas productivas”, cuando la Historia ha demostrado exactamente lo contrario, cosa que Lefort no analiza. O las teorías marxistas sobre la dictadura del proletariado (como la misión “divina” de ese proletariado). Lefort afirma que nada tienen que ver con la teoría y la práctica de Lenin y Stalin, que Marx jamás habló de partido único, ni de partido–Estado, como se diría después. No, tampoco habló del Gulag, ni citó a los secretarios generales; en cambio, habló mucho de la dictadura y de la destrucción por la clase en el poder, el proletariado –y mediante la violencia–, de todas las demás clases, lo cual es lo mismo.
No se trata de una discusión semántica. Llega incluso a una comicidad involuntaria, citando a Boris Souvarine y apoyándole firmemente cuando este escribe, en 1983, que Marx entendía por dictadura del proletariado “la supremacía política del proletariado expresada mediante el sufragio universal, siendo los asalariados la mayoría numérica de la población”. Y, claro, votando todos lo mismo como borregos. Buen ejemplo de la negación reaccionaria de la individualidad de los obreros, convertidos en robots o en “clase”. Pero aún más cómico es cuando escribe: “En cuanto a Engels, prosigue Souvarine, concluye su prefacio a La guerra civil de Francia (de Marx, digo yo), con estas palabras: ‘Observen la Comuna de París. Era la dictadura del proletariado’”. Salvo que, detalle que se les escapa a todos, en 1871, en París, no había proletarios; había comerciantes, artesanos, burgueses (pequeños, medios y “altos”), funcionarios, mendigos y lumpen, pero no había proletarios, según la estricta definición marxista del término. Valiente delirio ideológico que consiste en dar como modelo una dictadura del proletariado ¡sin proletarios!