Irene Lozano, colaboradora de ABC, es una mujer joven con evidente talento, pero Vargas Llosa tuvo que matizar y corregir algunas de sus opiniones un poco excesivas o radicales acerca de la democracia liberal. En el coloquio se nombró a muy pocos políticos, y solo a dos mujeres liberales: Margaret Thatcher, a quien elogió Vargas Llosa, y Esperanza Aguirre, criticada por Irene Lozano. Creo que no venía a cuento tal crítica, ya que había otros ejemplos más sangrantes para lo que se criticaba, pero nadie puso objeciones a lo que parece ya un ritual entre progresistas en este país; precisamente contra la política más genuinamente liberal que tenemos. Tampoco nadie objetó nada a que la Lozano mencionara como modelos liberales a John Stuart Mill en su etapa final, pese a que él mismo hablaba entonces de "socialismo liberal" (que comprendía su menos conocida obsesión por promover el aborto libre), y a John Rawls, a quien nadie que lo haya leído seriamente lo consideraría un liberal en el sentido europeo tradicional, sino un liberal norteamericano, esto es, un socialdemócrata.
José Varela dijo cosas correctas (referencias a Burke y a los Founding Fathers norteamericanos; responsabilidad del intervencionismo político en la crisis financiera mundial) en un tono profesoral –es decir, prolijo y aburrido–, y a veces se mostró un poco condescendiente con el progresismo de Savater. Varela es historiador y –como nos recordó a los asistentes, por si no lo sabíamos– pariente de Ortega.
Pronto quedó evidente en el coloquio que los pesos pesados eran Savater y Vargas Llosa. Fernando Savater es un intelectual muy listo y ameno. Ejemplifica lo que Ortega, pensando en Unamuno, llamaba el "intelectual juglar", que nos fascina con las ideas y las palabras haciendo juegos malabares con ellas. En una ocasión, en Middlebury College, Vermont, EEUU, traté de sonsacar al siempre recordado Octavio Paz una valoración de su amigo Savater; y me dijo: "Es un libertino divertido. Sobre todo es muy muy simpático". Estoy de acuerdo.
Savater no es un exactamente un liberal, sino un libertario perteneciente al linaje de Voltaire y Nietzsche (conviene recordar que éste dedicó una de sus obras al primero, del que siempre fue admirador), excesivamente afrancesado y polimorfo. En un momento del coloquio llegó a proclamar, ante el regocijo de los asistentes, que él, cuando muera, no quiere ir al cielo, sino a Francia, cosa –pienso yo– que tiene bien fácil incluso en vida (aunque ahora parece que tiene dudas acerca de Sarkozy). Ese afrancesamiento le hace ser a veces un poco jacobino y muy anti-católico ("protección social y educación a cargo del Estado", "prohibición de la educación en casa", "fuera crucifijos de las aulas"), lo que se compadece muy poco no solo con el auténtico liberalismo, sino con el libertarismo. En él vemos claramente a un representante de esa tradición ilustrada francesa, progresista, tan diferente de la escocesa-inglesa-americana, liberal-conservadora; esto es, a un volteriano más que a un tocquevilliano.
Mario Vargas Llosa fue el más coherente y profundo en su presentación de las ideas liberales. Mencionó al austríaco Karl Popper como un referente valioso del liberalismo actual y, sin nombrarlo, al norteamericano Lionel Trilling (v. La imaginación liberal, 1950), cuando afirmó que el liberalismo es más bien una amplia tendencia que un cuerpo doctrinal conciso; Goethe, por su parte, sostenía que el liberalismo era principalmente un talante, una sensibilidad.
Vargas Llosa comparó a los liberales con los trotskistas en su fatal tendencia al sectarismo y la disidencia. No sé si el escritor peruano-español era consciente de que estaba describiendo a los que en EEUU se conocen hoy como neoconservadores o, con un tono de desdén especial en Europa, neocones (Irving Kristol, el padrino de esta corriente –aparte de Leo Strauss–, consideraba a Lionel Trilling uno de sus maestros e inspiradores). Popper, Paz y el propio Vargas Llosa dan el perfil de un neoconservador, en la terminología norteamericana: un antiguo izquierdista o progresista convertido ("mugged by the reality") en liberal-conservador, si empleamos la terminología europea. Detecté en Vargas Llosa una ligera alergia o temor a que se le identificara con los conservadores, pero él mismo reconoció su admiración por Margaret Thatcher. Hizo también alguna afirmación general excesiva, como que todo nacionalismo es un peligro y que siempre es mejor la peor de las democracias a una dictadura benevolente.
Creo que hay que diferenciar el nacionalismo liberal, integrador, de los nacionalismos étnico-culturales, excluyentes. Por otra parte, en teoría, es decir, en un sentido conceptual abstracto, es fácil ponerse siempre del lado de la democracia, pero la realidad es más compleja, y, en un sentido histórico concreto, por ejemplo, la dictadura constitucional de Lincoln ante la rebelión confederal fue necesaria para evitar males mayores. En el mismo sentido, pero como ejemplo negativo, la democracia de Weimar, que no se defendió de sus enemigos internos e hizo posible la dictadura totalitaria de Hitler, no me parece mejor que algunos regímenes oligárquicos o autoritarios paternalistas, que no son democracias políticas pero en los que existen libertades económicas, religiosas, etc., y respeto a los derechos humanos. Hubiera sido interesante saber qué opinan los miembros de la mesa sobre la democracia chavista en Venezuela y la crisis en Honduras.
El problema que no abordó ninguno de los participantes es, precisamente, el de la relación entre libertad y democracia, una relación que los federalistas norteamericanos y Tocqueville (y Ortega: "La democracia morbosa") entendieron tensa, y que puede llegar a ser antagónica. Para el liberalismo lo sustancial es la libertad –o las libertades–, y la democracia es lo adjetivo y procedimental; es decir, que no toda democracia vale: no vale, por ejemplo, la que destruye las libertades. Este es el problema que subyace en todas las polémicas acerca del liberalismo, y que algunos liberales, que pretenden ser progresistas o están contaminados por la Corrección Política, no se atreven a abordar sin reservas. Paradójicamente, aludió a ello de manera tangencial el propio Savater, cuando dijo que parte de la culpa de la corrupción de los políticos en la democracia la tienen los que los votan.
Yo había esperado una posición intelectual más clara, firme y coherente respecto al liberalismo de tan ilustres intelectuales. Claro que la institución que organizaba el coloquio se denomina Fundación para el Progreso y la Democracia, y por tanto el liberalismo, por educación y deferencia hacia los anfitriones, parece que tenía que estar subordinado a tales valores.
MANUEL PASTOR, catedrático de Ciencia Política en la Universidad Complutense de Madrid y ex director del Real Colegio Complutense en la Universidad de Harvard.
José Varela dijo cosas correctas (referencias a Burke y a los Founding Fathers norteamericanos; responsabilidad del intervencionismo político en la crisis financiera mundial) en un tono profesoral –es decir, prolijo y aburrido–, y a veces se mostró un poco condescendiente con el progresismo de Savater. Varela es historiador y –como nos recordó a los asistentes, por si no lo sabíamos– pariente de Ortega.
Pronto quedó evidente en el coloquio que los pesos pesados eran Savater y Vargas Llosa. Fernando Savater es un intelectual muy listo y ameno. Ejemplifica lo que Ortega, pensando en Unamuno, llamaba el "intelectual juglar", que nos fascina con las ideas y las palabras haciendo juegos malabares con ellas. En una ocasión, en Middlebury College, Vermont, EEUU, traté de sonsacar al siempre recordado Octavio Paz una valoración de su amigo Savater; y me dijo: "Es un libertino divertido. Sobre todo es muy muy simpático". Estoy de acuerdo.
Savater no es un exactamente un liberal, sino un libertario perteneciente al linaje de Voltaire y Nietzsche (conviene recordar que éste dedicó una de sus obras al primero, del que siempre fue admirador), excesivamente afrancesado y polimorfo. En un momento del coloquio llegó a proclamar, ante el regocijo de los asistentes, que él, cuando muera, no quiere ir al cielo, sino a Francia, cosa –pienso yo– que tiene bien fácil incluso en vida (aunque ahora parece que tiene dudas acerca de Sarkozy). Ese afrancesamiento le hace ser a veces un poco jacobino y muy anti-católico ("protección social y educación a cargo del Estado", "prohibición de la educación en casa", "fuera crucifijos de las aulas"), lo que se compadece muy poco no solo con el auténtico liberalismo, sino con el libertarismo. En él vemos claramente a un representante de esa tradición ilustrada francesa, progresista, tan diferente de la escocesa-inglesa-americana, liberal-conservadora; esto es, a un volteriano más que a un tocquevilliano.
Mario Vargas Llosa fue el más coherente y profundo en su presentación de las ideas liberales. Mencionó al austríaco Karl Popper como un referente valioso del liberalismo actual y, sin nombrarlo, al norteamericano Lionel Trilling (v. La imaginación liberal, 1950), cuando afirmó que el liberalismo es más bien una amplia tendencia que un cuerpo doctrinal conciso; Goethe, por su parte, sostenía que el liberalismo era principalmente un talante, una sensibilidad.
Vargas Llosa comparó a los liberales con los trotskistas en su fatal tendencia al sectarismo y la disidencia. No sé si el escritor peruano-español era consciente de que estaba describiendo a los que en EEUU se conocen hoy como neoconservadores o, con un tono de desdén especial en Europa, neocones (Irving Kristol, el padrino de esta corriente –aparte de Leo Strauss–, consideraba a Lionel Trilling uno de sus maestros e inspiradores). Popper, Paz y el propio Vargas Llosa dan el perfil de un neoconservador, en la terminología norteamericana: un antiguo izquierdista o progresista convertido ("mugged by the reality") en liberal-conservador, si empleamos la terminología europea. Detecté en Vargas Llosa una ligera alergia o temor a que se le identificara con los conservadores, pero él mismo reconoció su admiración por Margaret Thatcher. Hizo también alguna afirmación general excesiva, como que todo nacionalismo es un peligro y que siempre es mejor la peor de las democracias a una dictadura benevolente.
Creo que hay que diferenciar el nacionalismo liberal, integrador, de los nacionalismos étnico-culturales, excluyentes. Por otra parte, en teoría, es decir, en un sentido conceptual abstracto, es fácil ponerse siempre del lado de la democracia, pero la realidad es más compleja, y, en un sentido histórico concreto, por ejemplo, la dictadura constitucional de Lincoln ante la rebelión confederal fue necesaria para evitar males mayores. En el mismo sentido, pero como ejemplo negativo, la democracia de Weimar, que no se defendió de sus enemigos internos e hizo posible la dictadura totalitaria de Hitler, no me parece mejor que algunos regímenes oligárquicos o autoritarios paternalistas, que no son democracias políticas pero en los que existen libertades económicas, religiosas, etc., y respeto a los derechos humanos. Hubiera sido interesante saber qué opinan los miembros de la mesa sobre la democracia chavista en Venezuela y la crisis en Honduras.
El problema que no abordó ninguno de los participantes es, precisamente, el de la relación entre libertad y democracia, una relación que los federalistas norteamericanos y Tocqueville (y Ortega: "La democracia morbosa") entendieron tensa, y que puede llegar a ser antagónica. Para el liberalismo lo sustancial es la libertad –o las libertades–, y la democracia es lo adjetivo y procedimental; es decir, que no toda democracia vale: no vale, por ejemplo, la que destruye las libertades. Este es el problema que subyace en todas las polémicas acerca del liberalismo, y que algunos liberales, que pretenden ser progresistas o están contaminados por la Corrección Política, no se atreven a abordar sin reservas. Paradójicamente, aludió a ello de manera tangencial el propio Savater, cuando dijo que parte de la culpa de la corrupción de los políticos en la democracia la tienen los que los votan.
Yo había esperado una posición intelectual más clara, firme y coherente respecto al liberalismo de tan ilustres intelectuales. Claro que la institución que organizaba el coloquio se denomina Fundación para el Progreso y la Democracia, y por tanto el liberalismo, por educación y deferencia hacia los anfitriones, parece que tenía que estar subordinado a tales valores.
MANUEL PASTOR, catedrático de Ciencia Política en la Universidad Complutense de Madrid y ex director del Real Colegio Complutense en la Universidad de Harvard.