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DRAGONES Y MAZMORRAS

Nostalgia

El caso es que los viejos sesentayochistas están que trinan contra todo lo que huela a reforma de sus viejas estructuras, incluso la de aquellas contra las que lucharon en vano, durante aquel remoto y fugaz mayo de sus vidas, conocido como “del 68”, que resulta ser el mismo que el de la mía.

Otra vez estoy en la vetusta Francia y una vez más compruebo que su hermosura tal vez resida en esa resistencia que oponen a la modernidad y que con tanto acierto ha retratado Baverez en La France qui tombe, libro que no sé si se ha publicado en España ni si se publicará, y para cuyo título sugiero la traducción de La Francia que se derrumba, con la que se mantendría la misma impresión de movimiento del título original, evitando la cacofónica literalidad de “La Francia que se cae”, como seguramente muchos estarían tentados de traducir, a no ser que optaran por la admonición: “!Que se cae Francia!, o la opción, más pomposa y traidora de “El derrumbe de Francia”. Pero bueno, esto son disquisiciones lingüísticas que a pocos importan, pero que no me resisto a comentar más por el fuero que por el huevo. El caso es que es un libro que ha causado furor entre unos y enfurecido a otros, y de algunos de sus detractores he oído cosas que no difieren demasiado del famoso “que inventen ellos” unamoniano que tanto daño nos ha hecho a los españoles.
 
El caso es que los viejos sesentayochistas están que trinan contra todo lo que huela a reforma de sus viejas estructuras, incluso la de aquellas contra las que lucharon en vano, durante aquel remoto y fugaz mayo de sus vidas, conocido como “del 68”, que resulta ser el mismo que el de la mía. En otras ¡ay!, ganamos, concretamente en la de la enseñanza. Muchos de los que levantaron adoquines delante de las mismas casas en las que viven ahora, entienden que tiraron literalmente piedras contra su propio tejado y se mesan los cabellos al ver a sus hijos convertidos en unos ignorantes que, además, hacen gala de un antiintelectualismo que les convierte en carne de cañón. Y es que así como antes del 68 el sistema educativo autoritario, mediante la emulación, la disciplina y el estudio  permitía la superación de las barreras sociales, ahora, después de ese triunfo parcial del 68, la permisividad y la eliminación de las dificultades en el aprendizaje han terminado con esa democratización (véase el libro de Inger Enkvist, La educación en peligro, del que hemos hablado en otras ocasiones), y se está produciendo un fenómeno de cambio social “a la baja”, de forma que la proliferación de niños de papá no titulados está causando la desesperación de estos últimos que no saben a quien van a legar su biblioteca o su bufete. Uno de mis amigos, protagonista de aquellas batallas y ahora jefe de servicio en la UNESCO, recordando las más que desastrosas consecuencias de aquellos actos se lamentaba: “hicimos aquello porque éramos jóvenes y queríamos divertirnos, nunca pensamos que pudieran hacernos caso. Ahora estamos pagando las consecuencias muy caro”. ¡Y tanto! Como que tiene que mantener a dos jóvenes de más de 25 años que no acaban nunca de terminar sus estudios! Y no es el único.
 
Francia está muy nostálgica últimamente. Una señora que ahora regenta las pingües propiedades agrícolas heredadas de su familia en el sur de Francia, me contaba sus batallitas en el seno del Partido Comunista Francés, allá por esos años sesenta, cuando el grupo de feministas al que pertenecía (y que se llamaba “Elles voient rouge”) plantó cara al Comité Ejecutivo, publicando un largo artículo contra el machismo imperante en sus filas que armó mucho revuelo entonces y que le costó una regañina de Louis Althusser, su mentor el cual, a su vez, fue regañado ásperamente por el secretario general del PCF, Georges Marchais,  por su poca clarividencia ya que empezaban a barruntarse que las mujeres son “el futuro del hombre”, como decía sin rubor alguno, creo que Louis Aragon, Supongo que para algunos lectores muy jóvenes, esto será como cuando a nosotros nos contaban en los años sesenta cosas de la Primera Guerra Mundial que es la que, a pesar del pacifismo de que hacen gala últimamente, más les ha gustado siempre a los franceses. Georges Brassens en una canción en la que, tras enumerar toda una batería de guerras terribles en las que Francia había tenido un protagonismo puntero, concluía: “Pero la guerra que yo prefiero es la del 14-18”. No me cabe duda de que es una preferencia muy extendida a tenor de la cantidad de libros y artículos que han aparecido estos días sobre ese luctuoso acontecimiento que en Francia, ahora hablando en serio, sigue estremeciendo las conciencias: 1,5 millones de muertos, 630.000 viudas, 700.000 huérfanos, 600.000 inválidos, además de 60.000 con miembros amputados, 3 millones de heridos, dejando de lado los afectados por sus secuelas, y 36 supervivientes, algunos de ellos en plena posesión de sus facultades mentales, como Charles Binet, de 107 años al que han hecho multitud de entrevistas a raíz de la conmemoración del Armisticiio. Nos quejamos, pero la vida es muy larga.
 
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