La firme oposición de Rajoy a negociar con el brazo político de ETA es perfectamente natural. Desde 1975, cuando acelera su cadena de crímenes, secuestros y extorsiones, la banda ha asesinado a 864 personas. Entre los fallecidos, hay que lamentar niños y mujeres que volaron en pedazos, clientes inocentes de restaurantes y supermercados, personas que casualmente pasaban por donde los terroristas hacían detonar sus bombas cargadas de metralla. De esos muertos, 313 eran civiles, 32 políticos y 11 jueces y abogados.
El 95% de las víctimas de ETA ha caído en democracia. Los peores fueron los años entre 1979 y 1985; ese clima de terror sin duda propició el intento de golpe militar de 1981, que casi acaba con la vacilante democracia postfranquista.
A estas víctimas directas hay que agregar los miles de españoles, casi todos vascos, que tuvieron que pagar a los etarras para que no los mataran, o que debieron abandonar junto a sus familias el sitio en que nacieron para evitar ser exterminados. Están, también, los millares que vivieron atemorizados, protegidos por guardias privados o por la policía, porque, desde la Familia Real al más infeliz de los funcionarios, cualquier servidor público era un blanco potencial de estos asesinos.
Amaiur, sin duda, se enfrenta a un amargo dilema. De un lado está ese horrible pasado de crímenes y sangre al que ha tenido que renunciar porque la banda había sido derrotada, y del otro se encuentran los casi 700 presos que tienen en las cárceles, muchos de ellos condenados a decenas y centenares de años de prisión. ¿Cómo los libera? El código penal, en algunos casos, ante manifestaciones genuinas de arrepentimiento, permite ciertas medidas de gracia, pero no parece que el brazo político de ETA esté dispuesto a hacer concesión alguna de carácter moral. Por el contrario: delira y exige dialogar con Francia y España para preparar la independencia de la gran patria vasca.
¿Qué hará Amaiur? Seguramente, tratará de presionar al gobierno de Rajoy orquestando manifestaciones dentro del país vasco y consiguiendo apoyos internacionales que demanden del nuevo gobierno español una amnistía para los miembros de la banda armada. Para esos fines, probablemente no le será difícil reclutar a los sospechosos habituales: personas como los argentinos Alfredo Pérez Esquivel, Premio Nobel de la Paz, y Hebe de Bonafini, la líder más vistosa (y lamentable) de las Madres de la Plaza de Mayo, más todo el circuito del llamado Socialismo del siglo XXI, como Hugo Chávez, que se niega a extraditar al etarra Arturo Cubillas; el presidente nicaragüense Daniel Ortega, quien siempre ha estado muy cerca de los terroristas vascos desde la lucha contra Somoza en los años setenta del siglo pasado, o el gobierno cubano, que en el año 2000, en Panamá, fue el único estado iberoamericano que pública y arrogantemente rechazó suscribir una declaración internacional contra la banda terrorista.
¿Se mantendrá firme Rajoy? Creo que sí. Es lo que espera la sociedad española. El razonamiento prevaleciente en el país es muy simple: mientras la ETA no entregue las armas y se arrepienta y pida perdón públicamente por esa historia criminosa, es inconcebible pensar en la reconciliación y el olvido. Lo único honorable es la aplicación de la ley a rajatabla. Como señaló el expresidente Aznar: "Perdieron y no hay por qué negociar".