La Organización Internacional del Trabajo (OIT) acaba de publicar su informe anual, donde defiende que la idea de que la moderación salarial crea empleo es un mito. El nada parcial organismo sostiene que los salarios constituyen "el principal soporte del consumo privado y, por tanto, de los beneficios empresariales". "En este contexto, unos salarios más elevados pueden estimular la demanda y compensar otras partidas de crecimiento".
Resultaría un tanto cansino volver a explicar por qué los beneficios empresariales no proceden en su mayor parte del consumo sino del ahorro, así que me centraré en un tema en apariencia contraintuitivo: la rebaja de ciertos salarios no sólo puede no reducir el gasto en consumo, sino que incluso puede incrementarlo. La clave está en comprender que los salarios no son herramientas para controlar el gasto total de la economía, sino precios particulares que determinan qué, cómo y cuánto ha de producirse. Los mejores salarios no son los altos ni los bajos, sino los que permiten alcanzar acuerdos mutuamente beneficiosos al trabajador y al empresario y maximizar la cantidad de mercancías producidas.
Los salarios demasiado bajos reducirán la cantidad de horas que los individuos están dispuestos a trabajar, mientras que los salarios demasiado altos minorarán la cantidad de empleados que los empresarios desean contratar. Por consiguiente, tanto los salarios artificialmente altos como los artificialmente bajos impiden llegar a acuerdos óptimos entre las partes y obstaculizan la maximización de la producción. La idea de que los salarios altos son positivos para los trabajadores y los salarios bajos benefician a los empresarios es errónea, por cuanto los salarios excesivamente elevados incrementarán el paro (con claros perjuicios para los trabajadores desempleados) y los excesivamente bajos dejarán a muchos empresarios con las ganas de contratar a unos trabajadores que ya no estarán disponibles.
Si nos fijamos, pues, la contratación será máxima cuando los salarios los fije el mercado –esto es, cuando los salarios se aproximen a la productividad marginal de los trabajadores– y decrecerá tanto si se los eleva como si se los reduce de manera sustancial con respecto a ese nivel. De ahí que los liberales no deseemos una rebaja salarial generalizada para la economía española: al contrario, lo que necesitamos es flexibilidad salarial para que aquellos sueldos que deban bajar lo hagan y para que aquellos que deban subir, suban.
En el caso de España, admite escasa discusión que, liberalizando el mercado laboral, muchos salarios –negociados durante los tiempos felices de la burbuja– deberían minorarse para lograr emplear a los cinco millones de parados. Y, claro, en tal supuesto los temores de la OIT y demás keynesianos sí cobran cierto sentido: una rebaja salarial muy extendida provocaría reducciones en el consumo que reducirían los beneficios de los empresarios.
Craso error. Para demandar bienes y servicios del mercado hay que ofrecer previamente bienes y servicios al mercado; a saber, antes de comprar, hay que vender (es de la venta de donde obtenemos los ingresos para comprar). Es cierto que durante un tiempo los agentes pueden endeudarse para comprar sin haber vendido, pero a España esa opción ya se le acabó hace meses; de hecho, cada día oímos los lamentos de casi todas las empresas de que "no hay crédito", lo que viene a significar que se nos ha cerrado el grifo de comprar transitoriamente sin pagar. En definitiva, la demanda de nuestras empresas ya depende en su práctica totalidad de que los españoles obtengamos los ingresos necesarios para luego demandar bienes y servicios del mercado, esto es, de que los españoles produzcamos y vendamos nuestras mercancías antes de comprar otras.
Y, en este sentido, recordemos lo que hemos afirmado antes: la contratación de trabajadores –y por tanto la producción de bienes y servicios– es máxima cuando los salarios son fijados por el mercado a unos niveles que no son ni demasiado altos ni demasiado bajos. Es ese incremento en nuestra oferta –en particular, en nuestra oferta para el mercado exterior– lo que permitiría a los españoles obtener los ingresos necesarios para gastar y adquirir bienes y servicios. Al cabo, lo que no tiene el menor sentido es que los keynesianos aborrezcan las reducciones de sueldos porque hunden la demanda agregada pero al mismo tiempo prefieran unos niveles salariales que condenan a cinco millones de personas al desempleo (es decir, a recibir unos salarios iguales a cero que hunden por entero su gasto). Y no, abonar generosas prestaciones de paro no es una alternativa al ajuste de los salarios, no sólo por cuanto desestabilizan la economía, sino porque, como decíamos, a España ya se le ha agotado el crédito y los subsidios se pagan, ahora mismo, emitiendo deuda.
Sucede, pues, que cuando políticos y sindicatos imponen unos salarios artificialmente altos e impiden a una parte de los trabajadores obtener unos ingresos que luego puedan gastar en el mercado, están reduciendo no sólo la oferta agregada de esa economía (la producción total), también la demanda agregada (el gasto total). O dicho de otra manera, el que unos salarios se mantengan artificialmente altos provoca que la demanda de ciertas industrias sea prácticamente inexistente y, por tanto, que los salarios que puedan abonarse en esa industria tan poco rentable sean muy bajos.
En suma, dejemos de manipular los salarios con el propósito de controlar el volumen de demanda agregada. Su cometido no es ése, sino el de permitir una adecuada coordinación entre todos los agentes económicos. Y, obviamente, manteniendo los niveles salariales propios de la burbuja inmobiliaria no lograremos que nuestra economía se recomponga. Al contrario, continuaremos maniatados al tiempo que nuestro aparato productivo (y nuestras posibilidades de gasto) no deja de deteriorarse.