Esa oleada surgió cuando los Aliados fomentaron el principio de las nacionalidades, especialmente en los 14 puntos de Wilson, con el fin de desintegrar el Imperio Austrohúngaro. La situación internacional, unida a la impresión de ruina del régimen liberal de la Restauración después de la crisis de verano de 1917, dio impulso a movimientos similares al vasco y al catalán en otras regiones.
Uno de los más significativos fue el andaluz, promovido por un notario malagueño, Blas Infante, pergeñador de una doctrina en nada inferior a las de Arana o Prat de la Riba. Aspiraba Infante a "vivir en andaluz, percibir en andaluz, ser en andaluz y escribir en andaluz". No llegó a escribir mucho en ese idioma, pero descubrió que "el lenguaje andaluz tiene sonidos los cuales no pueden ser expresados en letras castellanas. Al alifato, mejor que al español, hay necesidad de acudir para poder encontrar una más exacta representación gráfica de aquellos sonidos". Estas particularidades "se deben a influjos clásicos de una gran cultura pretérita". Por tanto creía en la conveniencia de "reconstruir un alfabeto andaluz" para separarlo del "español", aunque entre tanto fuera preciso "valernos de los signos alfabéticos de Castilla".
A juicio de Infante, la historia de su región había sido muy mal contada, debido a intereses bastardos que intentaban disimular su realidad nacional. Andalucía había sido nación en tres ocasiones: la protohistórica Tartessos, la Bética del imperio romano, y la Al Andalus musulmana (la palabra Al Andalus permanece en Andalucía, pero no designaba a esta región, sino a toda la parte de la península que llegó a estar bajo poder musulmán). Después habían llegado la miseria y la opresión españolas. De aquellos tres momentos, el más interesante para él era el tercero, por más reciente: en la "comprensión" del período andalusí debía descansar la recuperación de la "conciencia" andaluza. De modo parecido a Arana, diseñó para su "nación" un escudo y la bandera verde y blanca, colores de los omeyas y los almohades respectivamente. Ante las burlas y quejas, Infante exclamó: "¡Que gobierno, que país! llegar a sentir alarma ante el flamear de una bandera de inocentes colores, blanca y verde! Le hemos quitado el negro como el duelo después de las batallas y el rojo como el carmín de nuestros sables, y todavía se inquietan" ¡Un inocente, el buen Infante!, y lo del "carmín de nuestros sables" está sin duda muy logrado. Su fervor por Al Andalus le llevó a peregrinar a Marruecos en pos de la tumba del rey de la taifa sevillana Al Motamid, y a escribir dramas en honor de él y de Almanzor, enalteciendo las glorias árabes.
De acuerdo con esas ideas, y remitiéndose al principio de autodeterminación, escribía en un manifiesto, el 1 de enero de 1919: "Sentimos llegar la hora suprema en que habrá que consumarse definitivamente el acabamiento de la vieja España (...). Declarémonos separatistas de este Estado que, con relación a individuos y pueblos, conculca sin freno los fueros de la justicia y del interés y, sobre todo, los sagrados fueros de la Libertad; de este Estado que nos descalifica ante nuestra propia conciencia y ante la conciencia de los Pueblos extranjeros. Avergoncémonos de haberlo sufrido y condenémoslo al desprecio. Ya no vale resguardar sus miserables intereses con el escudo de la solidaridad o la unidad, que dicen nacional".
Su modo de pensar evolucionó, y contrapuso al "principio de las nacionalidades" de Wilson, ajeno al espíritu andaluz, creía él, un "principio de las culturas", más revolucionario a su juicio. Pues sentía inclinación por el anarquismo, y le caían en gracia sus ataques al estado (Andalucía era, con Cataluña, la región de mayor influencia ácrata). Inventó un himno andaluz cuya letra exigía "Tierra y libertad", un poco al estilo ácrata. Pero el mensaje de Blas Infante apenas iba a cuajar en Andalucía, y por ello el nacionalismo andaluz tuvo escasa trascendencia en la historia de España. Ha sido en la transición posfranquista cuando diversos movimientos, no sólo los "andalucistas", han reivindicado al botarate.
Mayor relieve cobró el nacionalismo gallego, que, aunque con antecedentes significativos como el regionalismo de Brañas, apareció con ese nombre en 1916, promovido por Antón Vilar Ponte, fundador, con un hermano suyo, de las Irmandades da fala. El movimiento, entre cultural y político, también influido por la insurrección irlandesa de ese año, quería diferenciarse netamente de los nacionalismos vasco y catalán, pues sólo así podría sentirse propiamente autóctono. Recibió en 1920 un cierto contenido doctrinal de la pluma de Vicente Risco, el ensayista gallego más destacado de su tiempo. Risco aportó a la causa un vitalismo nietzscheano, afirmando su voluntad de llevar el genio étnico a un destino glorioso. La historia de Galicia en la unidad de España habría sido un desastre, como habría ocurrido con la de Cataluña, Vasconia, Andalucía y, seguramente, la misma Castilla. Para salir del pozo, Galicia debía recobrar sus raíces célticas, víctimas del antiguo expansionismo romano y que la hermanaban con países o regiones como Irlanda, Bretaña, Gales o Escocia. Al hacerse conscientes de su raza céltica, los gallegos podrían ser ellos mismos y desarrollar de modo apropiado su auténtica cultura. El mito de la cultura celta gallega, inventado a mediados del siglo XIX, recibió mayor lustre en Risco y otros, y, como otros muchos mitos, procedía de fantasías románticas de precaria base histórica.
El celtismo se combinaba con el "atlantismo", que a su vez hermanaba a Galicia con Portugal: "la misión histórica de Galicia y Portugal es la de oponer al mediterraneísmo el atlantismo, fórmula de la Era futura. Detrás de nosotros, España entera, hasta ahora infestada de mediterraneísmo (…) se incorporará toda ella a la civilización atlántica". "Nuestro destino futuro es crear e imponer esta civilización nuestra que ha de ser la civilización atlántica". El contenido del atlantismo y el celtismo era nebuloso en extremo, pero, se suponía, debía inducir un espléndido florecer de las energías políticas e intelectuales de Galicia, como lo había esperado Prat de su nacionalismo en Cataluña.
Como intelectual, Risco superaba a Arana y a Prat, y sus construcciones doctrinales no resultan menos originales que las de éstos; pero les era netamente inferior en capacidad política, entrega y perseverancia. Ni él ni otros dirigentes gallegos se sentían tan poderosamente iluminados como los líderes vascos y los catalanes, y cabe sospechar que no acababan de estar convencidos de sus propias invenciones. El nacionalismo gallego fue, así, más débil que los otros dos. No obstante, la doble presión de aquellos años, es decir, el auge nacionalista en Europa y la descomposición de la Restauración, radicalizó también al galleguismo.
He indicado en otros lugares que lo que dio su fuerza a los nacionalismos vasco y catalán fue la combinación de las personalidades, realmente iluminadas, de sus fundadores, con el desastre del 98. Ni Infante ni Risco tenían, como líderes, la calidad de Arana o de Prat o Cambó. Pero hubo otro factor que explica la diferencia entre la fuerza de los primeros y la de los segundos: el tiempo. Cuando Infante, Vilar o Risco salieron al ruedo, les quedaban sólo cinco o seis años de explotar las ventajas y libertades de la Restauración para socavarlas y hundirlas, mientras que Arana o Prat llevaban ya un cuarto de siglo en esa actividad. En consecuencia, no pudieron arraigar del mismo modo.