El Molt Honorable Josep Montilla exhortó hace unos días a los catalanes, con su proverbial pericia en el manejo del idioma, a que consuman con el siguiente argumento:
Esta gente que puede consumir o que se tiene que cambiar de coche lo tendría que hacer, o la gente que necesita una vivienda y tiene recursos para hacerlo la debería comprar. Seguramente haciendo estas cosas está contribuyendo a que su hijo o su vecino mantengan su trabajo.
Es de suponer entonces que su esposa, la de los 14 sueldos, no se arredrará a la hora de acudir a los grandes almacenes. Si se comporta de manera tan dispendiosa como aconseja su marido, ella solita será capaz de mantener todos los puestos de trabajo en la Ciudad Condal.
En las muy libertarias filas populares no han querido quedarse atrás en este asunto. El Consell valenciano ha pedido recientemente a la población local que consuma productos del terruño
por su calidad y cualidades nutricionales, pero también porque de este modo contribuimos a generar riqueza y empleo en las comarcas de nuestra Comunitat.
Lo que no entiendo, entonces, es cómo Milano pudo echar el cierre, con las cuantiosas adquisiciones que se realizaban en Valencia.
Como no sólo de súplicas políticas vive el hombre, los ayuntamientos de media España se han visto forzados por las inclemencias de la crisis económica –muy en contra de su voluntad, claro– a ser especialmente desprendidos a la hora de alumbrar las zonas comerciales de sus ciudades, a ver si así se anima el personal y deja limpias las tiendas.
Sólo nuestra ilusionante alternativa política al socialismo zapateril, el ex militante de Alianza Popular y actual alcalde de Madrid Alberto Ruiz Gallardón, se ha gastado la friolera de 4,6 millones de euros en colocar lucecitas para lar lustre a los escaparates de los grandes centros comerciales de la Villa y Corte: todo sea por machacar un poco más las muy machacadas tarjetas de crédito de los madrileños.
Cuando las empresas privadas recurren al merchandising para incrementar sus ventas se les viene encima una avalancha de condenas por tratar de manipular al consumidor; pero cuando son nuestros políticos quienes lo hacen, por lo visto hay que aplaudir con las orejas, pues todo lo hacen en pro del bien común.
Sin duda, uno no sabe muy bien qué hacer ante estas luminarias. Ora denuncian que el consumo excesivo del ostentoso Occidente está destruyendo ese planeta, que no es de nadie salvo del viento, ora se lamentan de que no consumimos lo suficiente como para que todo hogar tenga una buena hogaza de pan en la mesa. Consideran necesario tanto el racionamiento del consumo y el alza de los impuestos como el fomento del consumo y el aumento del gasto público. Todo ello, guardando la muy preciada consistencia que requiere cualquier plan de actuación política para resultar eficaz.
Aún así, no estaría de más recordarles que Standard and Poor's acaba de colocar en perspectiva negativa a España, entre otros motivos, por su elevado endeudamiento privado: familias y empresas acumulan unos pasivos equivalentes al 177% del PIB. Puestos a tratar de aclarar nuestras tenebrosas perspectivas, ¿no habría tenido más sentido, tal vez, recomendarles que aparten un poquito de dinero para reducir ese abultado endeudamiento? ¿Acaso alguien en su sano juicio –esto es, no incapacitado por prodigalidad– se dedica a fundirse todos sus ingresos en productos innecesarios cuando carga con una montaña de deudas y en el futuro pintan bastos?
El sentido común parece dictar que más nos valdría limitar el consumo tanto como sea posible, ahorrar el resultante, minorar parte de nuestra deuda (¿qué tal una cancelación anticipada de las hipotecas para acelerar la recapitalización de nuestro zozobrante sistema bancario?) e incrementar la presencia de activos en nuestro patrimonio que nos proporcionen rentas alternativas a las salariales (¿cómo le suena acudir a las ampliaciones de capital y a las refinanciaciones de deuda de nuestras empresas más solventes?) .
Pero, ¡ah!, nos dicen nuestros políticos, si nadie consume, ¿qué pasará con los puestos de trabajo de nuestra economía? A lo que John Stuart Mill habría respondido, hace 160 años: "La demanda de bienes de consumo no equivale a la demanda de trabajadores". O, dicho en román paladino: si nadie ahorra, ¿qué pasará con todos los puestos de trabajo que dependen de que los bancos vuelvan a ofrecer crédito, y familias y empresas a demandarlo?
Porque el consumo tiene un arreglo sencillo: si nadie en España quiere consumir, las compañías podrán vender su mercancía al extranjero... si bajan lo suficiente sus precios (y sus costes, entre ellos los salariales, mis muy apreciados sindicatos). De paso, además, contribuiríamos a reducir nuestro muy considerable déficit exterior, otro de los motivos de preocupación para Standard and Poor's.
Pero a diferencia del consumo, el crédito, cuando es desbordante, no tiene arreglo vía ajustes en el precio. Ningún banco concederá más préstamos, por muy elevados que sean los tipos de interés, si se encuentra al borde de la quiebra; y ninguna familia o empresa demandará más créditos, por muy bajos que sean los tipos, si se ha sobreendeudado para acometer inversores que han terminado siendo ruinosas.
Pues bien, los bancos españoles van a tener en los próximos años problemas de solvencia muy serios –de los que quizá no consigan salir vivos–, y nuestras familias y empresas han destinado tal cantidad de deuda a financiar inversiones fallidas (viviendas a precios infladísimos), que durante mucho tiempo no se plantearán endeudarse más para acometer los nuevos proyectos que resulten rentables en medio de la crisis.
O purgamos nuestra economía rápida y decididamente, como hace cualquier empresa sensata cuando se da cuenta de que se ha equivocado en su plan de inversiones, o seremos purgados lenta pero irrefrenablemente por una economía moribunda.
Si pretendemos viajar de Madrid a Valencia con nuestro automóvil y a mitad del trayecto nos explota el motor, de poco servirá que nos pongamos a empujar: o arreglamos el motor, o abandonamos el coche y seguimos caminando. En cualquiera de los dos casos, más nos valdrá no malgastar energías con empujoncitos estériles.
Sin embargo, parece que el empujón del consumismo navideño conseguirá este año reanimar el motor de nuestra economía. Comprando sartenes y juegos para la Playstation 3 conseguiremos recapitalizar nuestros bancos, dar salida a un stock de más de un millón de viviendas vacías, aligerar la enorme deuda de nuestras familias y empresas, corregir los 80.000 millones de estructural déficit público y equilibrar nuestro desajuste exterior. Eso es lo que proclaman los infalibles políticos del Reino de España, y en eso se gastan nuestro dinero. En estas fechas, en las que ningún corazón alberga maldad alguna y en nuestras acciones están iluminadas desde lo más alto, habrá que creerles, ¿no?