John Mill era hijo de James Mill, historiador de la India, economista radical y pedagogo severísimo. Mill padre y el filósofo Jeremías Bentham decidieron educar al tierno infante para que fuera el príncipe heredero de la escuela "utilitarista" que ambos pretendían crear. De esa filosofía destacaré dos elementos atinentes a la formación de nuestro héroe: la obligación de todo hombre de bien de consagrarse a fomentar "la mayor felicidad del mayor número" –un credo democrático y materialista muy chocante en un reino tan cristiano– y la creencia de que la mente humana era como una tabla rasa en la que se podían inscribir los saberes más esotéricos y los hábitos más disciplinados– sin importar las capacidades naturales del catecúmeno–. A esa religión laica consagraron al tierno infante.
Les vino como anillo al dedo el que John fuera un niño prodigio: a los tres años sabía de memoria largas listas de palabras en griego clásico, con su traducción al inglés; a los ocho inició sus estudios de latín y álgebra; a los diez estaba familiarizado con los clásicos griegos y latinos y leía con facilidad los diálogos de Platón; a los doce se inició en el estudio de la lógica, con la lectura en griego de Aristóteles; a los trece, el padre le daba lecciones de economía política durante sus paseos matutinos, que el niño resumía por la tarde y que se publicaron –con el título de Elementos de economía política– en el propio año de 1819, con el padre como autor.
Ahí acabó su educación formal: nunca fue al colegio ni a la universidad, excepto algunos cursos de extensión universitaria que cursó, ya adolescente, en Francia. No es de extrañar que a los veinte años sufriera una severa depresión mental que le alejó de la ortodoxia utilitarista.
Aquí comienza la parte verdaderamente interesante de su biografía. Mill se abrió entonces a los vientos del romanticismo, el socialismo y el feminismo, sobre todo después de conocer a Harriet Taylor, inteligente y disconforme.
El distanciamiento respecto de su padre por motivos doctrinales se agudizó con el escándalo de su enamoramiento de una mujer casada, con la que sólo pudo unirse al quedar viuda. No es de extrañar que, como otros jóvenes en el siglo XX, acudiera presuroso al París revolucionario de 1830, y otra vez en 1848.
Nunca abandonó las teorías económicas clásicas de Smith y Ricardo, pero les dio un sesgo especial: continuó firme en el laissez faire y el libre comercio, pero en sus Principios de economía política (especialmente en la tercera edición, de 1852) prestó atención al socialismo entonces naciente y defendió el cooperativismo. Por otra parte, retornó a una filosofía utilitarista, pero en versión muy atenuada: para alguien educado en la convicción de que lo importante era la cantidad de felicidad, era un inmenso progreso el proclamar que prefería "ser un Sócrates insatisfecho antes que un cerdo satisfecho".
La posteridad le recuerda sin duda como notable economista científico, pese a que defendió la conveniencia de redistribuir la riqueza, sobre todo la inmobiliaria, y a que mostró siempre debilidad por las reivindicaciones sindicales (reclamó para los sindicatos privilegios contrarios a la libre competencia).
Esa misma actitud intermedia entre dos filosofías, la individualista radical de los clásicos y la socializante de la naciente izquierda victoriana, aparece en sus otras obras, que provocan en un liberal clásico como yo una mezcla de admiración y alarma. Ya he mencionado el utilitarismo de nuevo cuño que se trasluce en la obra de ese título publicada en 1864. Igualmente innovadora fue La sujeción de las mujeres, de 1869, en la que reclamó un trato igual para el sexo femenino, para el cual ya había pedido el voto en la temprana fecha de 1867.
Admiramos, en el Gobierno representativo del año 1861, su cuidado en defender al liberalismo de los peligros de la soberanía popular y el nacionalismo fanático, especialmente en materia educativa, donde abominó de la pretensión de los políticos de imponer el contenido (y, habría dicho, el idioma) de los estudios.
Pero el texto que conviene estudiar con apasionada atención es De la libertad (1859). Los principios de los que parte son dos: que la libre discusión de todas las doctrinas resulta esencial para que descubramos el error o nos reafirmemos en la verdad; que los adultos deben poder actuar según sus deseos y convicciones en todo lo que les concierne a ellos solos.
En el campo de las ideas, exigía la libertad de crítica más irrestricta. En el de las formas de vida, clamó por un ambiente sin restricciones sociales que permitiese el florecimiento de personas de carácter crítico, original, imaginativo, independiente, no conformista hasta la excentricidad. Pero hay otros planes de vida al menos tan respetables como los de los artistas románticos y bohemios, como el del investigador constante, el del empresario creador, el del cuidadoso administrador, el del buen padre de familia, el del militar disciplinado y valiente, el de la misionera caritativa y virtuosa. Eso era ir demasiado lejos por la vía del romanticismo.
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