Uno o varios hombres o mujeres fueron asesinados para despojarles de un riñón o un corazón teóricamente sanos que alguien pagará a precio de oro. Fuera de todo control, de modo que el receptor del órgano ignora que le implantarán, además de la pieza biológica anónima, el virus del sida, que contagiará a su esposa dentro de uno o dos meses. Y quizás al amante clandestino de su esposa.
Grandes personalidades políticas hicieron un apaño para que la droga que se cultiva en territorio de las FARC o en zonas remotas y aisladas de cualquier república asiática o latinoamericana llegue a nuestras ciudades y envenene a nuestros hijos, o a los del vecino. Todos los ERE del mundo son una minucia comparado con eso.
Alguien, en alguna parte, escandalizó a un niño, en todo el sentido terrible que el evangelista da al término escandalizar. Hasta es posible que el que escandalizó fuera un sacerdote.
Alguien, en alguna parte, asesinó a su pareja. No necesariamente un hombre a una mujer, puede ocurrir lo contrario. O a los hijos, quizá por venganza, quizá por odio, quizá porque no se atreve a dejarlos crecer en un mundo así, como el periodista suicida de La dolce vita, que ya se veía venir este horror hace cincuenta años.
Un grupo de hombres, en una aldea perdida cuyo nombre no conoceremos jamás, lapidó a una mujer.
Anoche, mientras dormíamos, unos cuantos japoneses pusieron su vida en juego por sus paisanos, metiéndose en un reactor que filtra radiación o rescatando cadáveres podridos de los que aún hay bajo los escombros. Pero el desastre está ahí. La naturaleza, a veces, es también nuestra enemiga, de modo que hay que someterla. Cuanto más corrupta sea una sociedad –hay grados, pero todas lo son en alguna medida–, más libre es la naturaleza. Nos hemos hecho humanos en la tarea de controlar la naturaleza, pero estamos lejos de un dominio siquiera aproximado.
Todos sabemos esto que digo. No lo pensamos al despertar cada día porque sería insoportable, nos llevaría a la depresión o a la locura. O a la idiotez, a la insensibilidad definitiva y feroz. Sin embargo, yo lo hago a menudo, porque vivo lleno de preguntas.
¿Quién sería el primer imbécil que creyó que todo esto lo pueden resolver la izquierda o la derecha? O el cristianismo por sí solo, o el judaísmo. No hablo del islam, porque el islam lo agrava todo, absolutamente todo lo que acabo de enumerar.
¿Y si no la izquierda, que vive de exaltar toda esta tragedia general, ni la derecha, que en ocasiones se planta y actúa, como en Colombia, ni el cristianismo ni el judaísmo, quién va a resolverlo?
Nosotros, desde luego. Usted y yo.
Hace poco escribí en estas páginas acerca del mal. Y de los hombres buenos que actúan o que no actúan. Creo que dejé de lado la noción precisa de qué es un hombre bueno. Estoy convencido de que la bondad no es un don personal, algo que podamos atesorar entre nuestras virtudes, sino algo que sólo existe como praxis.
El hombre bueno que, al no actuar, deja prosperar el mal, no es realmente bueno. El bien es una realización. No siempre acertada, no siempre realmente eficaz, no siempre en los plazos debidos o necesarios.
Uno sabe que el libre comercio haría más por África que un ejército de misioneros con el propio san Ignacio a la cabeza. Entre tanto, esos misioneros, si no se dejan aplastar, salvando vidas individuales, llevando su fe a los ignorantes, pueden estar preparando al africano o al asiático o al que sea que mañana conduzca a su pueblo hacia una vida mejor. No resuelven, y hasta se equivocan y se oponen al libre comercio, contaminado por otras políticas imperiales desgraciadas. Pero preparan el porvenir. Ponen una valla, menuda, quizás demasiado endeble, al mal. Pero actúan.
En el actuar está la clave. "El que desea y no obra, engendra la peste", dejó escrito el gran William Blake.
¿En política? ¿Por qué no? Siempre y cuando se tenga en cuenta que la proporción de sociópatas dedicados a esa profesión es mucho más alta que en el resto de las actividades. ¿En el saber, extendiendo el campo de la conciencia humana? Sin duda, aunque sin dejar de considerar que los campos de concentración nazis lo fueron igualmente de experimentación biomédica, por ejemplo, o que la utilización de las células madre puede ser tan espantosa como en las pruebas siniestras del doctor Moreau de Wells. ¿En el arte? También, claro, en el entendido de que la belleza no se debe separar jamás de la verdad, que es una forma perfecta del bien, porque es lo que nos hace libres. Y esa verdad hay que desentrañarla en todo lo anterior y mediante todo lo anterior: en la política, en el saber, en el arte y en cualquier otra forma de relación de cada uno con el mundo.
Yo no creo en el voluntariado. Lo digo por si a alguien se le ocurre pensarlo. No en un país con cinco millones de parados. Cuando hablo de acción, hablo de lo que se hace en el trabajo, cualquier trabajo con sentido y utilidad, no en las plazas absurdas del Plan E. Y de lo que se hace al margen del trabajo, en la vida corriente. Sabiendo que las calles están llenas de gente que nos necesita, y también de enemigos agazapados. Y de amores posibles, y de deseos maravillosos y de emociones perversas. El objetivo es que alguna vez la suma de bien supere a la suma de mal.
Y hay que dormirse sabiendo qué es lo que pasa, lo que sucederá inevitablemente en las horas siguientes, y despertar con la cuenta hecha.