Jorge Edwards. Tres detalles recientes me dieron ganas de escribir algo sobre él y “sus circunstancias”. Primero me topé hace pocos días, en medio del espeluznante desorden de mis cosas, con el número 1, Diciembre de 1976, del Almanaque de los golosos y de las guapas, revista hedonista dirigida por Xavier Domingo para el Grupo 16. No sé cuántos números salieron, pero fueron pocos. Hojeando esa vieja publicación, tan vieja como nuestra democracia, no me pareció tan mala como me parecía entonces, incluso mejor de lo que se ha hecho después, en la misma onda, y sin embargo con mucho más éxito. Pues Jorge Edwards publicó un artículo: “Cuba libre o Daikiry”. Y, yo, ya viejo verde: “Leotardos o ligeros”. Y Xavier, prácticamente el resto de la revista. Tal vez ocurra con ciertas publicaciones, como con el vino, que mejoran envejeciendo. El caso es que husmeando este Almanaque recordé varias cosas. Le recordé a Xavier, no podía faltar, y su muerte, recordé mi periodo madrileño en el Grupo 16, y a Jorge Edwards.
Le conocí en París a principios de los años 60, cuando era secretario de la Embajada de Chile, ya había publicado algún libro de cuentos, como El patio y Gentes de la ciudad. Mario Vargas Llosa, quien trabajaba, como yo, en las emisiones en lengua española de la RTF, había propuesto (e impuesto) a Jean Supervielle, hijo de mi admirado escritor Jules Supervielle y adjunto de André Camp, hijo él, del antaño conocido hispanista Jean Camp, responsables del programa, una tertulia literaria en la que participamos Supervielle, Mario, Jorge (luego Julio Ramón Rybeiro), Ricardo Paseyro, José Maria Madern, y yo. Desde el punto de vista de la historia de la crítica literaria, esas emisiones habrán pasado sin pena ni gloria, pero algo debió ocurrir en el café de la esquina, ya que Mario, en diferentes ocasiones, Jorge, en Adiós poeta, y yo, hemos aludido a ese periodo con alegre nostalgia. Desde entonces he visto, cenado, charlado largo y tendido, y no sólo de política, con Jorge, en París, Barcelona (fue él quien me presentó a Baltasar Porcel y así se iniciaron mis colaboraciones en Destino), en Calafell y en Madrid. Aunque no me gusten las generalizaciones, “los españoles son así”, “los francesas son asá”, me atrevería a afirmar, medio en guasa, que Jorge es el más british de los chilenos. En todo caso, jamás le vi vociferar, ni reirse con estruendosas carcajadas, ni decir groserías, ni departirse de su frío humor cosmopolita como tantos españoles y “sudacas”, comenzando por mí mismo. Su cortesía está tan arraigada como su cultura es amplia. Aunque me parezca a veces ingenuo tratándose de temas políticos.
Pasando a cosas más serias, o consideradas como tales, como todo el mundo sabe, en 1973 Jorge publicó su Persona non grata, que armó un escándalo. Antonio López Lamadrid me confesó que, preso de ira incontenible, tiró el libro por la ventana de su piso de Barcelona, sin siquiera haberlo terminado. Es de esperar que algún estudiante iluso lo haya recogido en la acera, y tras haberlo leído, haya comenzando a hacerse preguntas sobre ese régimen castrista tan apreciado por nuestros conformistas intelectuales (y farmacéuticos) hasta ayer por la tarde. Con motivo de ese “ayer por la tarde”, o sea, la enésima racha de arrestos y fusilamientos en Cuba, estuve releyendo páginas de ese libro y, concretamente, la discusión, más bien disputa, de Jorge y Fidel Castro con motivo del “caso Padilla”. Es de aquelarre. Bueno, los tópicos e improperios de Fidel sobre las “exigencias de la revolución”, el “cerco imperialista” y sus insultos a los “intelectuales burgueses” son habituales en ese tirano, pero lo que me llamó la atención estos días, y no cuando lo leí en 1973, (la gente cambia, a veces) es que para defender a Padilla, Jorge insiste en que es “de izquierdas”, como si, evidentemente, de haber sido “de derechas” se mereciera la cárcel o el paredón. Desde un punto de vista diplomático, y “jurídico”, para llamarlo de alguna manera, era la mejor defensa que podía avanzar Jorge para ayudar a su amigo Padilla, pero en el libro no queda claro, o al menos tan claro como en conversaciones ulteriores, que Jorge defiende la libertad de expresión para todos, y en ese caso, como en todos los demás, como se ve estos días en España, una vez más, la izquierda mayoritariamente sigue convencida de que hay que aplicar a rajatabla la consigna de Saint-Just: “Nada de libertad para los enemigos de la libertad”. Siendo los tiranos y los burós políticos quienes deciden quienes son esos enemigos. No siempre fue así, y citaré a Rosa Luxemburgo, quién escribió: “La libertad de expresión es la libertad para quienes opinan lo contrario que nosotros a expresarse libremente”.
Creo haber leído todos los libros de Jorge y uno de los que prefiero es Adiós poeta. Está visto que no me asustan las contradicciones, ya que si reconozco talento poético a Neruda, tengo un profundo desprecio por el personaje, al revés de Jorge, quien le admira mucho, le tiene cariño, incluso si lo expresa con su habitual ironía. Yo conocí personalmente a Pablo Neruda y a su esposa Matilde en casa de Matta, siempre en París. Me resultó impresentable, patoso, con un sentido del humor que pesaba toneladas (“des tonnes”). Por ello cuando fue nombrado embajador de Allende en París, con Jorge como adjunto, pero de hecho, el embajador, yo no le llamé. Me dije, si Jorge me llama y nos vemos, sin Neruda, en casa, o en un restaurante del Barrio Latino, estupendo, si no me llama, nada. No voy a hacer la cola en la Embajada. No me llamó. Todo esto Jorge lo sabe, lo hemos hablado mil veces, me considera sectario, en relación con Neruda, y yo considero que está tan embelesado con el poeta que hasta intenta justificarle, en parte, políticamente, lo cual es para morirse de risa.
Y así enlazamos con el tercer detalle, o evento, después del almanaque y Cuba, pero que tiene relación con todo el resto. La última vez que Jorge cenó en casa, hace pocas semanas, nos contó una anécdota inédita sobre Neruda. Durante la presentación de no sé qué libro en Madrid, Jorque charló con la nieta de Dolores Ibarruri. Jorge insistió sobre la belleza de la nieta, quien, si no me falla la memoria, también se llama Dolores, y ésta le dijo: “Ya que eras amigo de Neruda te voy a contar una anécdota”. La resumo: Durante una recepción en Moscú, en tiempos del totalitarismo, Neruda le pidió a Dolores Ibarruri si podría hacerle un favor personal. ¡Desde luego! ¿De qué se trata? O algo así, respondió Ibarruri. “Me gustaría que me regalaran un abrigo de cibellina” Para una mujer, claro. Y dio los detalles, talla, color, etcétera. Según la nieta, Ibarruri se extrañó, pero cumplió. Neruda recibió enseguida un abrigo de cibellina, o sea el abrigo más caro del mundo. Algunos días después, en otra recepción, porque por aquellos felices tiempos los soviéticos eran estakanovistas en recepciones, Ibarruri le preguntó a Matilde, la esposa de Neruda: “¿Te gustó el abrigo?” “¿Qué abrigo?” se extrañó Matilde.
Que Neruda engañara a su mujer no tiene el menor interés, lo que a mí me ha llamado la atención es el simbolismo de esta anécdota, que poco tiene que ver con El abrigo, de Gogol. Puede que algunos consideren que se trata de un chisme divertido, que no había motivo para mantener en el más absoluto secreto. Iba a decir que me parece revelador de la sociedad soviética, de sus usos y costumbres: mientras en la cumbre estos y otros “abrigos” se regalan, en la “base” del ancho mundo luchaban y sufrían y, a veces, morían los abnegados militantes, o sea, que en la cumbre se trataba de canallas y en la base de imbéciles, pero es que llevado por mi anticomunismo visceral no me había dado cuenta de que la URSS, siendo una dictadura del proletariado, todo, el abrigo, las recepciones, Neruda, todo y todos, eran asimismo proletarios y nada tienen que ver con abrigos que se reglan a estrellas del cine, o a cocottes. La lucha de clases existe y se manifiesta hasta en los abrigos de pieles.
CRÓNICAS COSMOPOLITAS
Mi amigo Jorge
Está visto que no me asustan las contradicciones, ya que si reconozco talento poético a Neruda, tengo un profundo desprecio por el personaje, al revés de Jorge Edwards, quien le admira mucho, le tiene cariño, incluso si lo expresa con su habitual ironía.
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