Verán que conforme avanzan los años el listón baja, tendencia imparable de la se hizo eco el mismísimo Séneca hace ya muchos años. Y fue en Tarazona donde me enteré de la muerte de Manolo Vázquez Montalbán, caído en acto de servicio en un aeropuerto remoto, pero muy ligado a los destinos de España pues, si mal no recuerdo, también fue en Bangkok donde detuvieron a Roldán hace unos años. Muchos se quedaron apesadumbrados, otros menos y eso dio ocasión a que se contaran multitud de anécdotas, entre otras la que más interesa al gremio traductoril, que tiene que ver con la condena por plagio de la que fue objeto el gran hombre, abriendo un hito en la historia de los derechos de autor y en el reconocimiento de los mismos a los traductores. Pero prevalecieron los buenos recuerdos y hasta hubo quien se emocionó de veras, como buen amigo que era del finado y eso hay que respetarlo.
Tarazona está en un lugar de difícil acceso, excepto si se vive en Tafalla o en Soria, pero como la mayoría de los que ahí vamos llegamos desde Madrid o Barcelona, tenemos que sufrir mucho hasta acceder a la ciudad con lo que nuestro congreso se convierte, por fuerza, en un verdadero encuentro. Si a esto añadimos que Soria está tan incomunicada como lo pueda estar Teruel, nadie se extrañará si les digo que llegué tarde a la ceremonia inaugural, cuya gran ventaja está en que se desarrolla en el Monasterio cisterciense de Veruela, y eso sí que vale la pena. El escritor invitado a dialogar con sus traductores extranjeros fue en esta ocasión Eduardo Mendiccuti, y a él le tocó dar una conferencia que la mayoría menos uno calificó de genial. Con esa desconfianza que tengo hacia la unanimidad –pero no hacia el consenso– y por cierta tendencia a la disidencia en general y algunas razones de afinidad intelectual con el disidente en particular, me incliné a creer más a este último. Algunos más habría, que callaron.
Los otros actos se desarrollaban en el Seminario menor, en un ambiente tan melancólico como las nubes que encapotaban el cielo y la neblina que envolvía a la ciudad catedralicia por entero, ocultando la cumbre del Moncayo y apagando la luz incomparable de las hojas, doradas y ocres, de los árboles. Talleres, conferencias se sucedieron sin que yo pudiera hacer nada al respecto, dado que me había convertido en cicerone de mi amiga Martine Silber (Le Monde-El País) que había acudido para asistir a la revelación del premio Stendhal y su posterior entrega. Y aquí es adonde yo quería llegar y donde mi presencia se concretaba porque, en mi calidad de premiada del 2001 (el año pasado el premio quedó desierto), yo era la encargada de presentar al público y a la prensa al del año 2003, que se trataba ni más ni menos que de Ramón Buenaventura, poeta, novelista, traductor, editor, periodista e “internetólogo” (así se lo presentó en una ocasión Fernando Sánchez Dragó) y que ha hecho en su vida un potorrón de cosas, además de estas que he dicho y que son las que nos interesan.
La traducción por la que se le ha premiado, además de excelente, es la de un libro extraordinario, publicado el año pasado, que pasó totalmente desapercibido, tal vez por culpa de la deficiente difusión publicitaria de la editorial (el Aleph) que pertenece sin embargo al Grupo 62 y podía haber hecho un esfuerzo. Se trata de La sangre negra, de Louis Guilloux, un novelón extraordinario que se desarrolla en una ciudad de provincias francesa durante la Primera Guerra Mundial. Guilloux, una especie de Céline de izquierdas, es también casi un desconocido en Francia. En español, antes de este título cuya traducción ahora premiamos, había otra novela, Las batallas perdidas, que publicó en 1962 la editorial Seix Barral. En cuanto a Ramón Buenaventura he de decir que ha conseguido varios premios en su vida, el Miguel Labordeta de poesía, el Ramón Gómez de la Serna de novela (por El año que viene en Tánger), otro más cuya denominación no recuerdo por su labor de difusión y promoción del libro y la lectura y, ahora, este premio de traducción del francés al español que lleva ya tantos años funcionando, dotado por la Fundación Consuelo Berges (la gran traductora y biógrafa de Stendhal, de Proust y, por si fuera poco, de Flaubert) y que a partir de este año se entregará en Tarazona, en el marco de las Jornadas en torno a la traducción literaria. Por muchos años.