Mucho se está escribiendo en los últimos meses sobre un movimiento que, para algunos, fue una auténtica revolución que cambió la moral y las costumbres del siglo XX, mientras que otros consideran que ha estado siempre sobredimensionado, que no pasó de ser una rebelión juvenil y que, realmente, dejó poca cosa como herencia. De lo que sí podemos estar seguros es de que, en el terreno de la educación, aquella "revolución antiautoritaria" que pretendía cambiar la sociedad alcanzó un importante triunfo.
El desarrollo económico que vivió Occidente en los años 60 exigía la extensión de la educación a amplios sectores de la sociedad. Más pronto o más tarde, todos los países occidentales debían afrontar lo que se llamó la democratización de la enseñanza, esto es, la adaptación de sus sistemas educativos a una nueva situación social.
Muchos de los estudiantes que se habían movilizado en el 68 contra una educación autoritaria, elitista y burguesa eran, al cabo de unos pocos años, unos profesores, sociólogos o pedagogos dispuestos a convertir en realidad la utopía revolucionaria sesentayochista: cambiar la sociedad transformando la educación. Era preciso terminar con un sistema tradicional de enseñanza que sólo podía servir para repetir los usos y las costumbres de la sociedad burguesa y capitalista, contra la que ellos se habían levantado.
En Francia, los jóvenes profesores sesentayochistas habían leído con entusiasmo la historia de Summerhill, una pequeña escuela que un pedagogo escocés discípulo de Sigmund Freud y amigo de Wilhelm Reich, Alexander Sutherland Neill, había fundado en 1924 en Inglaterra. En 1960 se había publicado en los Estados Unidos, con sorprendente éxito, un libro: A Radical Approach to Child Rearing, que recogía la historia de Summerhill y sus principios pedagógicos. La traducción francesa apareció en 1970 (Libres enfants de Summerhill). En los primeros años 70 se vendieron en Francia más de 400.000 ejemplares de esta obra.
En Summerhill no se hablaba de disciplina, las normas las ponían los propios niños, los horarios apenas existían, la asistencia a las clases era voluntaria, nunca se castigaba a un chico y los maestros eran infinitamente permisivos. Según su fundador, era absurdo preocuparse por inventar nuevos métodos de enseñanza, puesto que no era necesario enseñar; los niños aprenderían sólo aquello que realmente despertara su interés, y la tarea del siempre atento y bondadoso maestro era responder a las cuestiones que planteara el alumno. Todo debía decidirse en asamblea, donde el voto de los niños tenía el mismo valor que el de los profesores, incluso que el del director del centro. Si un chico se portaba mal, sus compañeros eran los encargados de imponerle la sanción correspondiente. No existían jerarquías, privilegios, autoridad ni burocracia.
Los profesores sesentayochistas de los 70, que creían necesario terminar con el tradicional modelo de escuela, en el que la autoridad del profesor y la exigencia de disciplina eran incuestionables, encontraron en Summerhill el referente ideal. Las ideas de Neill, más o menos atenuadas, se convirtieron en dogmas incuestionables de lo que debía ser una educación liberal y democrática. Con ellas, los padres y maestros que gustaban de llamarse progresistas educaron a sus hijos y formaron a sus alumnos.
Pero en la década de los 70, y probablemente como consecuencia de las revueltas de Mayo del 68, no sólo triunfó esa pedagogía libertaria y democrática, en la que la disciplina y la autoridad estaban proscritas: también lo hizo el modelo de escuela única o unificada, que había sido adoptado por los partidos socialistas en los años 20 y defendido por todos los sectores de la izquierda después de la Segunda Guerra Mundial. Los defensores de la escuela unificada creían que sólo se podía lograr la igualdad real de los ciudadanos si todos recibían la misma educación, lo que les llevaba a proponer la supresión de la enseñanza media y un sistema escolar único desde primaria a la universidad.
La escuela unificada se impuso en Francia (Collège Unique) en 1975, y al año siguiente en Inglaterra (Comprehensive School). En España, si bien ya la Ley General de Educación de 1970 estuvo inspirada en tal modelo, la escuela unificada, con los mismos programas para todos los escolares desde los 6 a los 16 años, no llegó a implantarse hasta 1990, con la Ley Orgánica General del Sistema Educativo (Logse).
Era necesario un nuevo modelo de escuela, capaz de acoger a toda la población. La segunda enseñanza no podía ya ser un privilegio de los más ricos, de las clases más cultas. Podía entonces haberse ofrecido una enseñanza secundaria obligatoria con distintas opciones, pero, salvo en Alemania y en algún otro país, como Luxemburgo, de influencia cultural alemana, prevaleció el modelo de la izquierda y se optó por la escuela unificada.
Desde aquel movimiento de Mayo del 68, la uniformidad y el igualitarismo presiden las reformas educativas que se han realizado en Occidente. Una uniformidad que queda garantizada por el monopolio estatal. Pocos son los ciudadanos que cuestionan hoy el poder omnímodo del Estado para decidir no solamente lo que se ha de estudiar, sino cómo tienen los maestros que enseñar y qué valores han de fomentar en la juventud. El ejemplo más claro es lo ocurrido en España en estos últimos meses, en que la mayor parte de la población ha contemplado impasible cómo la reivindicación del derecho de los padres a decidir sobre la educación moral de sus hijos se ha catalogado de reaccionaria y radical.
Los jóvenes de Mayo del 68 se rebelaban contra el capitalismo, la sociedad de consumo, la democracia burguesa o la guerra de Vietnam, tópicos izquierdistas que han presidido el pensamiento progre de estos cuarenta años y que han sido transmitidos a toda una generación a través de la escuela; tópicos que han constituido un catecismo dogmático que ha hecho de la educación un mundo orwelliano en el que impera la corrección política, prima sobre cualquier otro principio el igualitarismo intelectual y, en nombre de no sé qué idea liberal, se renuncia a la disciplina y al ejercicio de la autoridad.
Entre todos estos dogmas que reinan en el mundo educativo, el más difícil de combatir y el que se encuentra más firmemente arraigado es el que considera la escuela pública un bien moral absoluto. Entre los profesores funcionarios hay un convencimiento irracional y generalizado de que la enseñanza estatal es éticamente superior a la privada porque, aseguran, es la única que verdaderamente garantiza la igualdad de los ciudadanos.
En su libro de memorias El ladrón en la casa vacía, Jean-François Revel habla de Mayo del 68 como de un "objeto histórico inaprensible" que en un principio le cautivó. El filósofo francés consideraba que aquel movimiento, tal como surgió en los Estados Unidos, fue la reacción espontánea de una juventud antiautoritaria que buscaba, de forma natural y romántica, un cambio de costumbres, de forma de vida y de criterios morales, pero que, al ser trasladado a Europa, perdió toda su espontaneidad, al chocar con una juventud "ideologizada y conformista".
Según Revel, el gran error de los sesentayochistas europeos fue no darse cuenta de que el movimiento norteamericano era de "esencia liberal", y que "sólo tenía razón de ser como motor de una aceleración de la civilización liberal e individualista opuesta al estatismo y al colectivismo, como acabó siéndolo más tarde en los años ochenta".
Si Revel estuviese en lo cierto, si ese Mayo del 68 hubiera nacido con una vocación liberal e individualista, opuesta al estatismo y al colectivismo, ¿no habría que pensar que la gran explosión de aquel "objeto histórico inaprensible", con esa extraña combinación de anarquismo libertario y maoísmo totalitario, bien pudiera haber sido el fruto de la unión de distintos sectores de la izquierda decididos a impedir el resurgimiento de un liberalismo decimonónico? La idea no resulta demasiado descabellada si se tiene en cuenta que desde hace cuarenta años no sólo la izquierda domina el mundo educativo, sino que no existe ni rastro de norma o decisión que se haya inspirado en principios liberales.
En su ensayo Sobre la libertad (1859), John Stuart Mill decía: "La única libertad que merece este nombre es la de buscar nuestro propio bien, por nuestro propio camino, en tanto no privemos a los demás del suyo o les impidamos esforzarse por conseguirlo". Para que un individuo esté preparado para buscar su propio bien, en primer lugar habrá de conocerse a sí mismo; después, deberá haber formado su voluntad, y por último tendrá que ser capaz de asumir la responsabilidad de sus propias decisiones. Aquellos niños libres de Summerhill, hijos y alumnos de los padres y profesores que en el 68 decidieron cambiar el mundo transformando la escuela, en una gran mayoría se han convertido en jóvenes carentes de disciplina y voluntad, con grandes dificultades para saber lo que quieren y, por tanto, de organizar sus vidas de acuerdo con sus capacidades e intereses.