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GLOBALIZACIÓN EN JAPÓN

Madogiwazoku

Convertido en un país irrelevante en el debate intelectual que está generando el proceso de la mundialización, en Japón lo que sobrevive es la gerontocracia. En ese lugar tan lejano y tan secretamente admirado por tantos europeos, hace ya mucho tiempo que las cosas, cada vez más, van de mal en peor.

Madogiwazoku es una palabra japonesa cuya traducción aproximada sería algo así como la multitud que mira por la ventana. Allí la utilizan para designar a los raros, a los inconformistas, a los que sienten que la obediencia más que un ideal ético es una virtud perruna, a los que tienen ideas propias; a los disidentes, en suma. Los llaman así porque en los grandes edificios de oficinas de Tokio, cuando son identificados por los responsables de personal de las compañías para las que trabajan, les suelen asignar las mesas de trabajo más alejadas del núcleo central de actividad, las que están al lado de las ventanas.

Desde que murió el siglo XX, cada vez son más los madogiwazoku que han empezado a ver la vida desde el otro lado de la ventana, en la calle. Los últimos han sido los incluidos en la lista de los varios miles de empleados que Panasonic ha despedido, en un intento desesperado para garantizar la supervivencia de la firma. Cuando recibieron la carta en la que se les comunicaba que la empresa había decidido renunciar al compromiso de garantizarles un trabajo de por vida, pudieron unirse a los que hasta ahora los contemplaban desde la acera, los antiguos empleados de Chiyoda y Kyoei, las dos mayores compañías de seguros de Japón, y cuya quiebra ha supuesto el mayor desastre de la historia del sistema financiero del país.

En ese lugar tan lejano y tan secretamente admirado por tantos europeos, hace ya mucho tiempo que las cosas, cada vez más, van de mal en peor. Y puede que no sea una casualidad que el inicio del declive económico japonés coincidiese con la caída del Muro. Una elite de burócratas con poder omnímodo para planificar a largo plazo hasta el último extremo de su economía, el pacto fáustico para garantizar a la población seguridad a cambio de un conformismo casi servil, la homogeneidad total dirigida por unas estructuras jerárquicas inamovibles, imposición a la gente de un sistema de ahorro forzoso, un partido de gobierno que jamás ha abandonado el poder desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Tal vez no estuviesen equivocados los que sostenían que en realidad Japón fue el único lugar del mundo en el que el modelo comunista se aplicó con éxito. Pero ya hace más de una década que el comunismo reposa en el pudridero de la Historia; y mientras Japón se arrastra por la recesión económica, sus secretos admiradores europeos, los aturdidos compañeros de viaje del ideal planificador, miran sorprendidos a su alrededor sin acabar de comprender qué está pasando.

Sucede que los gestores de sus grandes empresas, ésas que en su modo de funcionamiento interno recordaban tanto al modelo de planificación soviético, están desconcertados ante los cambios radicales en el escenario económico que están surgiendo de la caja de Pandora del nuevo capitalismo. La peor novedad que sufren es tener que comprobar cada día que la globalización fuerza a todos los actores económicos a someterse a la inflexible disciplina del mercado. Y el viejo capitalismo corporativo japonés, aclimatado a la lenta programación a largo plazo y la impune promiscuidad entre lo público y lo privado, se está revelando incapaz de adaptarse a esa nueva exigencia.

Además, súbitamente, la economía se ha hecho multipolar; países que ni siquiera existían hace una década luchan por colocar sus productos en los mercados occidentales, y muchos lo consiguen. La preocupación por la creatividad empresarial que están demostrando los emergentes está dejando en evidencia al paternalismo con el que eran considerados cuando se los designaba como países en vías de desarrollo. En Bangalore, India, ciento cuarenta mil ingenieros informáticos altamente cualificados han convertido a esa ciudad en la capital mundial del software. No estamos hablando de arroz y cacao, sino de un ejemplo del proceso acelerado hacia lo que los economistas académicos llaman “paridad tecnoeconómica”, la democratización de la tecnología que ha puesto al alcance de bastantes países la posibilidad de que muchas de sus empresas puedan competir con las de los desarrollados, de igual a igual.

El modelo de mercado ha demostrado ser enormemente superior a las economías socialistas básicamente gracias a su adaptabilidad; es un sistema de información excelente y muy veloz que permite que millones de pequeños problemas sean resueltos gracias a la intervención de millones de pequeñas piezas independientes y autónomas. Se parece mucho a un organismo vivo y muy poco a una máquina, justo al contrario de lo que pasa con una organización regida por un plan detallado. Pero, sobre todo, no recuerda en nada la estructura de los grandes mastodontes empresariales y financieros japoneses. Y, ahora, las nuevas reglas del juego para todos son las suyas, también para Japón.

Alguien ha dicho que en el futuro sólo existirán dos tipos de empresas, las rápidas y las muertas. Está en lo cierto. Lo está porque cuando el mercado rebosa de productos iguales, de servicios iguales, de calidades iguales, de tecnologías iguales y de ideas iguales, sólo los que sean capaces de ser los primeros en crear algo que no sea un genérico podrán desprenderse de la cadena de los precios iguales y de los márgenes de beneficio minúsculos. Serán los que hayan convertido la imaginación, el talento, la diversidad, la creatividad, la audacia, la inteligencia y la individualidad de sus empleados en una fuente de ventaja competitiva; habrán conseguido un monopolio temporal durante el tiempo que los demás tarden en imitar su producto, convertirlo en un genérico y… vuelta a empezar. Peter Bonfield, director general de British Telecom, lo resume así: “Corremos como locos y luego cambiamos de dirección”. A. Grove, ex presidente de Intel, eligió el título adecuado para el libro en el que relata esa misma experiencia en el mundo de las empresas globales; Sólo los paranoicos sobreviven, reza en la solapa.

Mientras tanto, convertido en un país irrelevante en el debate intelectual que está generando el proceso de la mundialización, en Japón lo que sobrevive es la gerontocracia. Una muestra es el cambio en la dirección del banco central que se acaba de producir estos días. Hayami, de 77 años, acaba de ser cesado para dar paso a Toshihiko Fukui, un sucesor que tiene 68 recién cumplidos y que ya ha prometido seguir comprando el papel mojado de las carteras de acciones de los bancos privados, igual que hacía su antecesor. Al tiempo, con el precio del dinero al 0,01 por ciento, un 5,4 por ciento de paro, el mayor nivel de deuda pública de los países desarrollados, una espiral deflacionaria que el gobierno es incapaz de parar y el sistema financiero en quiebra técnica, la teórica segunda economía del mundo sigue en la UVI. Que ya no sea noticia el hecho de que la capitalización de la Bolsa de Tokio sea inferior a la combinada de Seul y Taiwan es mucho más que un síntoma de lo que le está ocurriendo. Y empeñarse en querer ver en eso sólo la resaca de una burbuja inmobiliaria —la que llevó a que el precio de mercado del espacio que ocupa palacio imperial de Tokio equivaliese al de todo el suelo urbano de California— es esquivar una realidad más profunda. Es no querer aceptar que lo que esta trayendo la globalización se parece mucho a una revolución. Y también es darle la razón a Keynes, cuando decía que la cosa más difícil del mundo no es que las personas acepten ideas nuevas, sino hacerles olvidar las viejas. Ésas que los madogiwazoku nunca pudieron interiorizar.


José García Domínguez es economista y periodista.
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