Según dicta la normativa correspondiente, el Impuesto sobre el Valor Añadido, entendido en términos económicos, es un tributo de naturaleza indirecta que recae sobre el consumo y grava, en la forma y condiciones previstas en la ley, las siguientes operaciones: las entregas de bienes y prestaciones de servicios efectuadas por empresarios o profesionales, las adquisiciones intracomunitarias de bienes y las importaciones de bienes.
No discutiré aquí y ahora sobre las virtualidades que todos debemos soportar en relación a estos graves y severos gravámenes, pues personas más competentes hay en la materia que quien esto escribe, y especialmente brillantes en este periódico, para aportar luz sobre asunto tan tenebroso. Mas sí me atrevo y dispongo en lo que sigue a esbozar unas breves consideraciones acerca del impacto que tienen en el terreno de la moral y la política algunos de los temas señalados. En concreto, el sibilino asunto del valor añadido aplicado a estas áreas de conocimiento.
Los valores son ideales a los que tiende la voluntad y que descubrimos en los objetos, haciendo de ellos entidades valiosas y deseables. Sólo el más contumaz relativista o escéptico negará que haya cosas y acciones que nos mejoran y otras que nos perjudican, que benefician o perjudican, unas que valen y otras que no nos valen porque limitan, devalúan y empequeñecen. Supongamos, entonces, que el fin de la acción moral consiste en perseguir aquello que nos hace bien y evitar lo que nos hace mal. Pues bien, dos problemas teóricos y prácticos nos asaltarán de inmediato: 1) ¿qué priorizar, la búsqueda de lo bueno o la evitación de lo malo?, y 2) ¿por dónde empezar, por uno mismo o por los otros? Probablemente ambas cuestiones se resuelvan en una, de adoptar determinada perspectiva.
Atendamos, por ejemplo, al siguiente aforismo del gran psiquiatra y filósofo norteamericano de origen húngaro Thomas Szasz: "Una persona no puede hacer feliz a otra, pero sí pueda hacerla desgraciada. Principalmente por esto hay más infelicidad que felicidad en el mundo" (El segundo pecado. Reflexiones de un iconoclasta). Sería justo dedicar a este gran pensador el espacio y la atención que merece: además de ejercer con celebridad la actividad médica y docente en Nueva York y de publicar una muy original obra, es considerado como un brillante intelectual consagrado a aplicar a la psiquiatría las ideas liberales de Ludwig von Mises, F. A. Hayek y Karl Popper.
Sin embargo, no nos vamos a desviar ahora de nuestro actual propósito. O no del todo. ¿Qué parece transmitirnos la meditación de Szasz? Poco más o menos esto: de los otros sabemos con bastante certeza lo que les hace mal pero no tanto lo que les hace bien.
El correlato lógico y racional de esta resolución salta a la vista: en primer lugar, tiene más valor moral –o se nos antoja más virtuoso, si queremos decirlo así– no entorpecer ni perjudicar conscientemente el libre desenvolvimiento de los individuos que el pre-ocuparnos en exceso de ellos, lo que se traduce fácilmente en ocupar su espacio antes o en lugar de ellos, usurpando así su ámbito de libertad e interfiriendo en sus determinaciones. En segundo lugar, constituye un objetivo valioso principal el esforzarse por perfeccionarse y mejorarse uno mismo, con resultados directamente beneficiosos para sí pero también, indirectamente, para con los otros.
A menudo no se acaba de comprender con claridad que, en efecto, la caridad bien entendida empieza por uno mismo, ni se sacan todas las inmensas posibilidades prácticas que ofrece el aceptar con todas sus consecuencias la "regla de oro" de la ética, que postula: "No quieras para los demás lo que no quieras para ti".
Habitualmente, y erróneamente, suele formularse al revés, fijando más el énfasis en la acción que en la voluntad, sosteniéndose esto que sigue: "Haz a los demás lo que quieras que te hagan a ti".
Esta versión del principio moral, empero, anda muy errada y ya mereció en su día la irónica estocada de George Bernard Shaw, quien puntualizaba esta segunda máxima afirmando que no debería hacerse a los demás lo que a uno le place, pues los demás pueden tener gustos distintos…
Sin embargo, en la filosofía moral y política la primacía del altruismo sobre el egoísmo racional, de lo comunitario sobre lo individual y de lo público sobre lo privado ha cosechado no pocos éxitos ni adeptos. De esta manera, por ejemplo, la "voluntad general" entendida a la manera "republicana" de J. J. Rousseau es definida como un valor superior añadido a la simple "voluntad de todos", considerándose que ésta por sí misma sería insuficiente para garantizar el "interés general" y el "bien común". Quiere esto decir: la acción humana que busca el propio bien e interés, cuando no es rechazable sin más, sólo puede enderezarse y completarse para beneficio colectivo añadiéndole una nueva acción que explícita y directamente favorezca al otro, o bien cargándole a aquélla un impuesto, un tributo o un gravamen, añadidos, a fin de que resulte así aceptable.
Esta segunda acción o carga adicional constituye un "valor añadido" para la ética y la política. O sea, si te beneficias a ti mismo debes luego pagar un cánon (crematístico, en especie o penitencial) a la comunidad, al otro. Es necesario, por tanto, pagar dos veces, tres o más, lo que en realidad ya se contiene y se halla implícito en la propia acción buena que beneficiándome a mí necesariamente beneficia a los demás.
El jacobinismo republicano a lo Rousseau y Robespierre, los nacionalismos y comunitarismos de todo pelaje y los restos del marxismo-leninismo, entre otros, creen firmemente en la existencia de la voluntad del pueblo y en el bien común. Asimismo, el utilitarismo socialdemócrata apuesta por su dignidad y valor. Pero unos y otros no hacen más que enredar y confundir, porque lo cierto es que, como afirma Joseph Schumpeter: "No existe nada que sea un bien común determinado en forma única acerca del cual todos los individuos estén de acuerdo o se les pueda convencer por la fuerza del argumento racional" (Capitalismo, socialismo y democracia).
En efecto, podemos aceptar que la salud es buena para todos, pero de ahí no se colige que la salud sea un asunto público ni que todos estemos de acuerdo con el plan de vacunación general, la vasectomía o la cirugía estética, ni mucho menos que para garantizar uno su salud y "previsión" deba pagar la de los demás, incluidas sus imprevisiones e inclinaciones particulares. Si esto tiene valor social será, sin duda, en forma de valor añadido. Tal para cual.
Hay, con todo, un John Stuart Mill, el utilitarista más liberal que no teoriza explícita y directamente sobre utilitarismo, el que escribe On liberty, que sí entendió el correcto sentido del valor, aunque no recibiera por ello la roja insignia del valor de manos de algunos de sus devotos más inclinados a la izquierda. En aquel texto básico declara: "En proporción al desenvolvimiento de su individualidad, cada persona adquiere un mayor valor para sí mismo y es capaz, por consiguiente, de adquirir un mayor valor para los demás. Se da una mayor plenitud de vida en su propia existencia y cuando hay más vida en las unidades hay también más en la masa que se compone de ellas".
He aquí un pensamiento sensato y razonable que bebe de lo mejor de los ideales democráticos y liberales y que, no obstante, sigue siendo visto por bastantes como cosa rara y extravagante. Y eso que ha sido sostenido desde hace siglos. Incluso puede encontrarse en la Oración Fúnebre de Pericles recogida por Tucídides, como lo muestra este fragmento: "Juzgando que la felicidad es el fruto de la libertad y que la libertad es el fruto de la bravura, nunca declinen la exaltación de sus valores". Dichas estas palabras con prudencia y valor, no añadamos nada más.