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LAS GUERRAS DE TODA LA VIDA

Los terroristas suicidas

En los últimos días he leído en diversos periódicos, españoles y extranjeros, acerca de la preocupación que suscita el particular psiquismo de los terroristas suicidas, que ya han pasado a ser parte de la familia política occidental.

En los últimos días he leído en diversos periódicos, españoles y extranjeros, acerca de la preocupación que suscita el particular psiquismo de los terroristas suicidas, que ya han pasado a ser parte de la familia política occidental.
Inquieta a políticos, sociólogos y psiquiatras la elaboración de un perfil de estos personajes, cada vez más abundantes, capaces de atarse un cinturón de bombas y hacerse volar en medio de una muchedumbre. Es evidente que han tenido preparación, ya que no entrenamiento, puesto que se trata de una experiencia irrepetible. Se supone que el asunto está relacionado con el fanatismo y, por tanto, con la fe. Fanatismo es una palabra que procede del latín fanum, que significa "templo". Lo cual hace derivar todo el asunto en una cuestión de orden religioso.

Pero ¿desde cuándo el fanatismo requiere de un dios en el sentido religioso del término? El fanatismo ateo es un hecho. Y los siglos XIX y XX han generado decenas o centenares de fanatismos laicos, y aun antirreligiosos, desde el comunismo hasta el nazismo, en todas sus variantes. ¿No es un fanático el Che Guevara cuando dice que hay que crear uno, dos, tres, mil Vietnams? ¿No han sido fanáticos los asesinos de curas de nuestra guerra civil? ¿No eran fanáticos los jemeres rojos que pretendieron, con Pol Pot a la cabeza, acabar con todo rastro de cultura y con cualquier signo de fe? Y no ha habido gente más religiosa –idólatra– que los comunistas.

Y, lo que al final resulta más relevante para el caso, ¿no es todo fanático, y más aún el terrorista, un suicida?

Lamentablemente, poseo experiencia en ese terreno y sé en carne propia que el exilio es una prueba extraordinaria de salud: cuando uno escapa de un conflicto porque ve amenazada su vida escapa del enemigo, pero también de uno mismo, de lo peor de uno mismo, de su propia capacidad para hacer el mal, para perderse en cualquier estallido de violencia.

Tenía razón Albert Camus cuando decía que el único problema filosófico real era el suicidio, es decir, el obtener la respuesta al interrogante de si vale o no la pena vivir la vida: ha sido y es el problema central, no ya de la filosofía, sino de la sociedad de los últimos dos siglos. Y su aparición en el centro del pensamiento coincide con la secularización de Occidente, que ha corrido en paralelo. La fe tiene una respuesta clara: sí vale la pena vivir la vida, incluida la de penitencia o dolor. Y entre los agnósticos cultos y sensatos sin duda predomina la propuesta pascaliana de vivir "como si Dios existiera".

Todo lo cual me hace dudar de la religiosidad de los terroristas suicidas.

Está claro que hay un proceso de preparación del fanático para que acepte y hasta goce de su propia inmolación. Pero la autoinmolación no ha sido particularidad de los terroristas. Todos recordamos a Jan Palach, el estudiante checo que se suicidó quemándose vivo en protesta por la invasión soviética de su país. Los bonzos tibetanos que escogieron ese camino en su largo enfrentamiento con China han generado incluso una expresión ya general: "quemarse a lo bonzo", con numerosas derivaciones.

No obstante, todo terrorista es un suicida. Existe en todos ellos una convicción respecto de que cualquier cosa es preferible a una realidad que les repugna, pero que de algún modo contribuyeron a construir. No los jefes políticos del terrorismo, mas sí los terroristas en actividad. No se inmolará Ben Laden, como no lo hizo Mao ni lo han hecho Fidel Castro o el Chacal (ahora convertido al Islam, probablemente porque encuentra en ello la continuidad de su profundo resentimiento contra Occidente). Pero Guevara, que no era un mandamás y perturbaba a Castro con sus ansiedades de asmático, fue a Bolivia sabiendo que allí iba a encontrar la muerte. Por eso se ha convertido en un símbolo para los idiotas. Arafat, que inventó todo esto, murió de enfermedad o asesinado por sus más próximos.

No hay que descifrar clave nueva alguna para comprender lo que ocurre con el señor –o la señora– del cinturón de bombas: su patología es la misma que la de los viejos terroristas de toda la vida, desde los narodniki rusos del siglo XIX hasta los militantes de las FARC de hoy, gente que prefirió volver a la selva, retrogradar como seres civilizados, universitarios que aceptaron la sumisión a jefes semianalfabetos como Tiro Fijo, para convertirse en un cáncer de la sociedad colombiana. Hay mucha enfermedad mental en todo ello. Terminaron siendo asesinos sádicos y pudriendo con la droga a varias generaciones. En su mayor parte, si se les pregunta hoy qué hacen, responden diciendo que luchan por el socialismo.

Ben Laden no es especial: reitera al célebre Viejo de la Montaña, al Mahdi, a los thugs indios, a los que nunca faltaron seguidores. No es en esencia diferente de Arafat, aunque esté más loco y se haya rodeado de misterio oriental. Posee la misma dosis de odio que un Pol Pot y su conflicto con Occidente no es de orden teórico, sino personal. Y encarna una patología social: sus seguidores no se convierten en terroristas suicidas por él, sino que él se ha puesto a la cabeza de una voluntad previamente existente, que se ha ido forjando a lo largo de los siglos de insistente lectura de la política coránica de conquista a cualquier precio.

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