No es para menos. Cuando te metes a hurgar sin autorización en los armarios de todos los vecinos, no puedes esperar que te aplaudan. Sin embargo, Assange ha recibido premios y felicitaciones de periódicos y organizaciones de renombre como New York Magazine, The New York Daily News, The Economist y Amnesty International.
Al principio, la divulgación de las atrocidades cometidas por los gobernantes comunistas fue impactante. Se jugaban la vida los disidentes chinos. Pero una cosa es ayudar a quienes luchan por la libertad y otra muy distinta es poner la libertad en peligro publicando secretos sobre operaciones tácticas de los países democráticos en guerra contra el terrorismo y el totalitarismo.
Assange, evidentemente, no tiene ideología, aunque se declara antiamericano. De 39 años, es un infantil hacker que se creyó más vivo que el resto. Lamentablemente, con todo su genio, no fue lo suficientemente inteligente como para entender el juego político. Por no saber diferenciar entre buenos y malos, no lo quieren los unos ni los otros.
Con su capacidad cibernética, más el apoyo desinteresado de otros hackers, Assange alcanzó la fama; pero ser famoso en el cementerio no es divertido. Los talibanes, de quienes ha revelado operaciones secretas –así como los nombres de 1.800 espías afganos infiltrados en sus filas–, lo tienen sentenciado.
Por atentar contra la seguridad de Occidente, Assange no puede volver a su Australia natal, ni ir a los Estados Unidos, ni viajar por Europa. Vive como un paranoico, correteando sin rumbo, sin encontrar un país que le dé cobijo.
Para agregar preocupaciones a su atribulada existencia, en Suecia pesan contra él dos cargos por violación. Sus ex colaboradores, que cada día son más, le califican de egocéntrico y autoritario, y sostienen que padece delirios de grandeza. ¡Si fuera sudamericano, llegaría a presidente!
Con todo a favor para ser un héroe, decidió convertirse en villano, sin ton ni son. Su ego fue más fuerte que su inteligencia.
Las contradicciones que rodean a Assange son pasmosas. No dejó que nadie compartiera con él los mandos de Wikileaks, quería ser el único responsable del sitio. Tampoco, dicho sea de paso, fueron muchos los dispuestos a poner la cara entre sus 800 colaboradores.
Assange pudo haberse hecho multimillonario ofreciendo servicios de inteligencia a gobiernos o empresas privadas. Pudo convertirse en un adalid de la libertad, ayudando a los disidentes de China, Cuba y los países árabes. Podría haberse dedicado a fabricar nuevos sistemas de seguridad para la industria informática, como hacen muchos ex hackers. Oportunidades, por tanto, no le han faltado. Hoy no tiene dónde ir, está enemistado con los gobiernos del mundo entero; ha perdido amigos, tal vez no tenga dinero y, para colmo, aunque no se le ha procesado por sus travesuras cibernéticas, le van a enjuiciar por violador. Irónicamente, puede que el sitio en que se sienta más seguro sea la cárcel.