El diario de Bridget Jones empezaba —subrayemos el “empezaba” porque estaba plagado de buenos propósitos— con un programa decidido para adelgazar y ser feliz —difícil decir en qué orden— y estaba punteado por las archiconocidas sospechas de que las personas que deseamos, nos eluden siempre y, a cambio, la gente pesada es omnipresente. Bridget, como la mayoría de nosotros, no es ni guapa ni fea —sólo monilla, como su prima Ally McBeal de la tele— y, aunque carece de estudios metafísicos, la asusta un poquito la gravitación universal y el mundo. Se ha emancipado, pero no le importaría toparse con un destino de sonrisas y lágrimas como la familia Von Trapp.
¿Es éste el colofón —triste y un pelín cutre— de la gran literatura femenina? La primera literatura mayúscula de la Modernidad fue obra de mujeres o de hombres ocultos tras seudónimos femeninos. La compusieron las japonesas y los japoneses que, a partir del siglo IX, tuvieron la sensación de que las cosas eran vagas y de que el mundo flotaba en la retina. El “Genji Monogatari”, el “Libro de cabecera de Shei-shi No-Gon” y los numerosos diarios que, a hurtadillas, escribieron los monjes de Kyoto discurrieron sobre los tonos de la belleza y los ritos de la luz cambiante.
Luego la humanidad y la feminidad fueron sumando elementos a otras literaturas más épicas. La España descocada tuvo a “La lozana andaluza”. Los ingleses reprimidos tuvieron a “Clarissa” y a “Pamela”. El coro de mujeres que, al principio de “Eugenio O'Neill” (Pushkin-Tchaikovski), lamenta la fugacidad de la vida, recuerda con nostalgia el tiempo en que eran jóvenes y leían las obras de Richardson.
Hombres sesudos han buscado recetas en mujeres escritoras o pseudoescritoras, como aquella Lou Von Salomé que —finales del siglo XIX— se reunió a las puertas de las iglesias con un grupo de gente inestable. Lou Von Salomé, única mujer en un mundo sin Dios, dio calabazas a todo el grupo y, de entre todo el grupo, a Federico Nietzsche, que cuenta que la lavandera contaba que Lou Von Salomé era muy descuidada en la limpieza de su ropa interior.
Numerosas mujeres han dado recetas, aunque, en ciertos casos, la única receta que les interesaba era la de cómo seguir siendo mujeres. Recientes hemos tenido a Simone de Beavoir (independientemente de su valía como escritora) y a Margarita Duras (muy independientemente de su valía como escritora). Y hoy está Helen Fielding. Y otras, que ya tienen éxito en su casa aunque aún no lo han tenido aquí, como Sophie Kinsella (“Confessions of a Shopaholic”), cuya protagonista se confunde con los gastos y la aturullan los extractos de la tarjeta VISA.
Helen Fielding, Sophie Kinsella o Ally McBeal son sin duda productos de nuestro inestable tiempo capitalista. Nos dice Hernando de Soto (“El misterio del capital”) que el triunfo del capitalismo se debe a su capacidad de representación. En nuestra sociedad todo está documentado. Un billete representa dinero, un título de propiedad representa una casa, una propiedad representa un aval para un crédito que da nueva carrerilla al capital. Tanta
abstracción nos ha llevado seguramente a un montón de ideas falsas o a necesitar ideas falsas que nos contagien.
Tenemos sentimientos que representan cosas inexistentes y hechos sólidos irrepresentables sobre los que no sabemos qué pensar. Y ahí nos armamos un lío.
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AUTORES Y GéNEROS
Los problemas de Helen Fielding
Helen Fielding se creó una reputación de neurótica adorable cuando publicó “El diario de Bridget Jones” y ha vuelto después a la carga con otras cosillas. No podemos pasar por alto su éxito editorial ni la sarta de manías —suyas, nuestras, femeninas, masculinas— que nos achaca. Pero la historia completa no deja de ser un poco deprimente. La Fielding, inicialmente autora de una de esas columnas recetísticas de la prensa diaria, decidió un día surcar horizontes más creativos e imitar (sic,sic,sic) a Jane Austen en persona. Aunque el personaje que creó era sólo, en sus propias palabras, “una especie de Mary Poppins que está pasando por una mala racha”. Tal vez Jane Austen escribiría así de vivir hoy. Nunca dejó de ser una cotilla aquella dama aislada del Sur de Inglaterra.
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