Los Aliados vencieron al nazismo y a sus servidores, y eso tuvo un enorme coste para la URSS y para los Estados Unidos, pero ese precio de sangre se hubiese pagado en vano si Winston Churchill no hubiese organizado y preservado los acuerdos entre las dos grandes potencias, garantizando e impulsando el ingreso de los americanos en la guerra. Churchill, y no el pobre Clement Attlee, que absurdamente le sucedió en el cargo después de la contienda, y que hubiera hecho lo posible pero sin conseguir que Roosevelt actuara como lo hizo. ¿Alguien cree acaso que De Gaulle era capaz de liberar Francia? El gordo británico bebedor de whisky y fumador de habanos soportó al pomposo general de la grandeur pero habló todo lo necesario con Leclerc.
He pensado mucho en estos días en la cuestión de los grandes hombres, a propósito de la ruidosa ausencia de Ariel Sharón en los acontecimientos de Gaza. Él era el único que reunía las condiciones necesarias para dirigir la retirada de Israel de los territorios reclamados por los árabes y, a la vez, asegurar que la ANP compusiera un gobierno posible con los ojos puestos en la creación del Estado palestino. Olmert falló lamentablemente en ese papel, por razones que no es del caso analizar aquí en toda su extensión, pero entre las cuales se cuentan la falta absoluta de liderazgo y una mediocridad sin paliativos. La Livni, mujer inteligente, ha hecho gala desde siempre de su vocación de bajo perfil: hace lo que hay que hacer sin demasiado ruido, con eficacia y objetivos claros, es decir, cumple con los deberes correspondientes al aparato del Estado de Israel, lo bastante bien organizado como para defenderse con o sin Sharón; pero a nadie escapa que, con la presencia de ese hombre imponente que lleva años de vida vegetal, todo hubiese sido distinto, incluso, o sobre todo, en lo relativo a la imagen de Israel en el mundo.
Debemos la decadencia de la figura del gran hombre, del líder decisivo, a dos factores. Por una parte tenemos la vulgata marxiana y su persistente afirmación de que la historia no la hacen los individuos sino las masas (en realidad, Marx no pensaba en una historia con protagonismo de las muchedumbres, sino en el oscuro papel que todo el mundo desempeña, hasta por omisión, en los acontecimientos; pensaba en lo que Braudel llamaría "la historia oscura de todo el mundo" y en su suma algebraica). Por otra, la gris inanidad de los políticos contemporáneos, encantados de que nadie sobresalga del rasero común: a menor brillo, menor responsabilidad. Y si no que se lo pregunten al presidente español, con una relevancia en los asuntos mundiales más escasa que la de Robert Mugabe, que tan bien les viene a los chinos para extender su modelo de dominación en África.
El asesinato de Benazir Bhutto abrió el camino a la derrota de Musharraf y dio su espacio en el Estado pakistaní a los talibán. La salida a la luz de Vlamidir Putin, nuestro enemigo, pero un enemigo respetable, acabó con el oprobioso período vodkacrático de Yeltsin, incorporando a las mafias al funcionamiento del Estado ruso, ya que era imposible combatirlas. La muerte de los hermanos Kennedy, John y Bob, y de Martin Luther King retrasó el imparable proceso de los derechos civiles, lo que dio lugar a la descristianización y, en la mayoría de los casos, islamización del movimiento negro, de manera tal que cuando un negro accede a la presidencia de los Estados Unidos resulta ser el peor negro posible.
Perón no fue asesinado, pero en sus últimos tiempos contaba con esa posibilidad como nunca antes en su larga carrera, y su muerte, como antes la del general Aramburu, él sí asesinado, aceleró un proceso de descomposición que tal vez sólo él podía haber evitado. La muerte a Aldo Moro impidió en Italia la realización de un gran acuerdo nacional destinado a reforzar el Estado, una entidad hoy casi inexistente en Italia, ese país europeo que, como cuenta Roberto Saviano en su imprescindible Gomorra, ha sido el primero del continente en adoptar, en su mitad sur, la economía de plantación industrial característica de China, con trabajo semiesclavo y marginalidad programada, cada vez más arraigado con los gobiernos de Berlusconi, tan parecido el hombre a sus pares Menem o Netanyahu, tan escasamente liberales como él. (No se engañen los liberales con los políticos que escogen el liberalismo como bandera verbal: desde la primera lectura, sus discursos carecen de todo nexo ideológico con la tradición liberal. Y si se lee bien el libro de Saviano, se entiende perfectamente que el régimen fiscal italiano, nada liberal, es uno de los causantes, seguramente el principal, de la desgracia socioeconómica de esa nación, prosperidad de las mafias incluida).
En España tenemos un grave problema: la alarmante falta de líderes reales. Felipe González demostró que los grandes seductores no son de fiar; y el balance de los años de gobierno del PSOE es terrorífico. José María Aznar se vio obligado por su propia coherencia a retirarse de la política activa: hizo una promesa, tal vez sin tener en consideración el carácter decisivo de su papel y seguramente convencido de que era reemplazable, de que el partido que había organizado podía sustituirlo, cuando ese partido estaba organizado únicamente en torno de su presencia. Rosa Díez posee un rol importante, pero es el del liderazgo de una minoría ilustrada que la secunda porque no encuentra una opción mejor, de modo que en su partido (al que pocos llaman UPyD, sino "el partido de Rosa Díez") ha devenido en una mezcolanza ideológica de lo más variopinta, en la que solo destaca como rasgo común la preocupación por la unidad de España y la reforma electoral, de imperiosa necesidad si queremos salir algún día de este régimen corrupto, sin división de poderes y sin un control real por los ciudadanos de la labor de sus políticos. Lo que no es poco, pero no es suficiente.
Se impone una revalorización urgente del papel del liderazgo en todo Occidente, y de manera muy especial en España.