En un artículo anterior traje a colación el concepto, debido a Ana Palacio, de "ideas zombis", ideas "no muertas", como los entes del vudú. De ideas zombis se nutre el pensamiento de los fanáticos, una vez extinguido el proyecto utópico que las generó.
En el caso de la larga batalla de la propaganda que ocupó cada día del siglo XX, esas ideas fueron promovidas, alentadas y, en muchos casos, patentadas en y desde la Unión Soviética –cuya historia tardará en escribirse– con el propósito de consolidar el llamado "socialismo en un solo país", es decir, la planificación económica para el desarrollo capitalista autárquico de Rusia.
Mal que le pesara a Stalin, la autarquía tenía límites, y no sólo económicos, sino también, y sobre todo, políticos: la Unión Soviética encontró fuentes de alimentación en los procesos de descolonización –que, para desgracia de los pueblos que los padecieron, fueron desnaturalizados por obra y necesidad del comunismo– y en los partidos comunistas de Occidente. Los textos del stalinismo repetían incansablemente que el "movimiento comunista mundial" estaba formado por "los países socialistas, los movimientos de liberación nacional y los partidos comunistas y obreros" de todo el planeta.
El hecho de que en todas esas instancias hubiese disidencias, fracciones, combates y proyectos divergentes parecía ser secundario: hasta la separación de China y su enfrentamiento con la URSS por el control de gran parte del Asia, fueron ignorados con tal de seguir reiterando esa fórmula integradora.
A decir verdad, no pocas de las ideas zombis con las que nos ha tocado convivir en este primer tramo del siglo XXI empezaron a ser tales mucho antes de la caída del Muro de Berlín. Por mencionar sólo una: la de autodeterminación, asumida ya en la década de 1970 por movimientos políticos que poco tenían que ver con la colonización o la descolonización, como es el caso de ETA.
Todos los cambios históricos importantes, y el triunfo, la decadencia y la caída de la utopía comunista fue uno de ellos, dejan a su paso una considerable cantidad de ideas zombis que coexisten con los tiempos nuevos, envenenándolos, corrompiendo su atmósfera y dificultando la percepción de la realidad. Dejan a su paso un número temible de fanáticos que, impertérritos, siguen avanzando sin darse cuenta de que lo que hasta hace poco era el futuro ha pasado.
Hay quien dice que estamos librando la Cuarta Guerra Mundial, teniendo como Tercera la Guerra Fría. Yo prefiero hablar de Segunda Guerra Fría, porque hay campos bien definidos pero los contendientes son aleatorios, no constantes; porque es una guerra general no declarada que se descompone en pequeñas guerras concretas; porque se libra en forma permanente en frentes internos, y porque todo triunfo y toda derrota son parciales. La definición de los campos y los frentes internos nos devuelven al problema de la propaganda.
En la Segunda Guerra Fría, Occidente sigue siendo protagonista. Un Occidente cuyos rasgos habría que precisar para saber a qué refiere el término: sociedades abiertas; Estados aconfesionales en pleno resurgimiento de lo religioso; globalización como forma primitiva, no administrada políticamente, del proyecto liberal, es decir, globalización como protoliberalismo; globalización como factor de incorporación de países atrasados al progreso general; formas representativas de gobierno. Y, por supuesto, un largo etcétera que tendrá que incluir una minuciosa enumeración de los caracteres de lo que Occidente no es, mal que pese a los multiculturalistas.
En el campo opuesto están las sociedades cerradas –la economía de plantación industrial china, paraíso probable de los anticonsumistas, y el Islam–, el terrorismo, los nacionalismos y la herencia del stalinismo: factores que se mezclan y se confunden a menudo pero que con igual frecuencia se oponen entre sí; a modo de ejemplo, digamos que el Islam resulta ser tan conflictivo para China como para Occidente.
El problema de la propaganda es bastante claro: las ideas zombis heredadas del stalinismo sirven como coartada al terrorismo, a los nacionalismos y al Islam. En los dos primeros casos es natural, porque el terrorismo –rebelde o de Estado– y los nacionalismos han sido históricamente consustanciales al stalinismo y a otras estructuras ideológicas socialistas o parasocialistas: nacional-socialismo o socialismo nacional, como prefería decir Perón; socialismo abertzale, bolivarismo, montonerismo, guevarismo, castrismo y otras variantes ideológicas degradadas.
El Islam es una novedad relativa. Desde los jóvenes voluntarios incorporados a las SS hasta las tropas moras de Franco, pasando por los albaneses y los turcos que colaboraron con Mussolini, desde el Gran Mufti –tío de Arafat– que testimonió en Berlín su amistad con Hitler hasta Tariq Ramadán, con su teorización de una sharia europea, siempre había sido impúdicamente retrógrado.
El stalinismo primero, y el stalinismo zombi después, incorporaron el Islam a su propia noción de progreso: Nasser, Boumedienne, Gadafi y Arafat encabezaron movimientos de liberación nacional, fueron luchadores anticolonialistas y tuvieron el apoyo de la URSS; además, los musulmanes son pobres y, por lo tanto, víctimas del imperialismo yanqui.
Con eso bastaría, pero por si no bastara cuentan con la bendición de Chávez, su socio en la OPEP, lo cual presupone la bendición de Castro, y con la bendición de Zapatero, encantado de asistir una reunión de la Liga Árabe a la que no asiste, por pura vergüenza, el rey de Jordania, miembro natural de esa asociación, y encantado de venderles a todos, vía Caracas, armas para la paz.
La vertiente islámica de la Segunda Guerra Fría, con sus guerras limitadas, ha infligido serios golpes a Occidente. Tanto en lo territorial –Bosnia, Kosovo, Albania, ahora naciones musulmanas en Europa, con la inestimable contribución de Alemania– como en lo emocional: 11-S, 11-M, AMIA, embajadas de Israel y de los Estados Unidos en Argentina, Kenya, Nigeria, Casablanca, Tel-Aviv, etcétera, sin contar las acciones que, misteriosamente, han sido relegadas al pasado como si nada tuvieran que ver con éstas: los atletas de Munich, Lockerbie y otras.
Decía hace poco una funcionaria de Bruselas, rebosante de bonismo, que mientras los Estados Unidos hablan de guerra Europa habla de terrorismo. Sería hora de que los europeos empezaran a entender que los terroristas han declarado una guerra, que se consideran guerreros de Alá, gudaris de obra planetaria. Y de responderles en los mismos términos, como lo vienen haciendo los americanos.
La ridícula serie de jaculatorias revolucionarias, pacifistas, seudoecologistas, antiglobalizadoras, neonacionalistas o nacional-progresistas, feministas y proislámicas –como si entre estos dos términos no hubiese contradicción–, castristas, zapatistas en las que se resumen el stalinismo zombi y el socialismo zombi, reiteradas hora a hora por los medios de comunicación, ha calado en una amplia zona de las sociedades occidentales: es el frente interno. También en éste hay que responder con las mismas armas. Aunque con contenidos muy diferentes, hay algo que aprender del éxito del enemigo. Un éxito pedagógico.
El liberalismo conservador de hoy tiene precedentes, pero no deudas históricas. No ha colaborado con los fascismos ni con el comunismo, ni con ninguna de las dictaduras del siglo XX, no ha sido antisemita ni represivo en los escasos períodos en que ha gobernado. Pero ha sido percibido como un peligro para lo que Felipe González, sin rubor, llama "el régimen". Puede y debe participar en la batalla de la propaganda, hasta ahora perdida, haciendo pedagogía.
No es fácil, porque el liberalismo no es susceptible de ser reducido a un breviario de fácil divulgación, como el marxismo. No obstante, si se comprende que lo que el stalinismo zombi está vendiendo es un sentido, distorsionado y perverso, de la justicia, se comprenderá también que una propaganda fundada en la verdad no estaría de más, al menos por una vez en la historia. Hay con qué, hay mucha verdad callada, oculta, hasta olvidada. Cabe empezar a contarla. Haciendo vídeos, por ejemplo.