Los ministros europeos de Economía y los líderes empresariales se han dado cuenta de que no podrán cumplir con Kioto en lo relacionado con la reducción, para 2012, de las emisiones de gases de efecto invernadero hasta un 5% menos de las registradas en 1990. Se quejan de que Kioto afectará al nivel de vida europeo, por ejemplo, desplazando puestos de trabajo a China, la India y otros países no obligados por el protocolo a reducir sus emisiones.
A pesar de la grandilocuente retórica verde, España está un 20% por encima de su objetivo, Italia un 15% y Austria un 25%. Con apenas un 7%, Alemania encara un futuro sin energía nuclear (de aquí a 2020 deberá cerrar, por ley, todas sus centrales), sin generadores de carbón, con poca energía hidroeléctrica (apenas un 4% de su producción eléctrica), un suministro poco fiable de gas natural ruso y unas gigantescas (pero aún menos fiables) turbinas de viento.
Sin embargo, la Comisión Europea no cede un ápice. Por el contrario, insiste en abogar por aplicar unas reducciones aún más draconianas para el año 2020. Reconoce que el pleno cumplimiento de Kioto apenas evitaría que la temperatura aumentase en 0,11ºC para el año 2050, si es que verdaderamente es el CO2, y no el sol y las demás fuerzas naturales, el responsable del cambio climático.
Por eso los alarmistas insisten ahora en que las emisiones tendrían que reducirse entre un 60 y un 80% para 2050, para así mantener el dióxido de carbono en unos niveles "seguros" y poder "estabilizar" el clima, que, por cierto, nunca ha sido "estable". Para poder dispensar a los países en desarrollo (como debe ser), las naciones desarrolladas deberían, prácticamente, dejar de emitir CO2.
El impacto sería catastrófico, trastocaría la vida tal y como hoy la conocemos. Todo lo relacionado con la construcción de viviendas, la calefacción, el aire acondicionado, el transporte, la manufactura, el comercio, así como las decisiones de los consumidores, quedaría sometido al control de políticos, burócratas y activistas. El costo de todo ello ascendería a miles de millones de dólares, se perderían millones de puestos de trabajo y el nivel de vida de la gente se vería reducido drásticamente. La calefacción y el aire acondicionado se convertirían en lujos inalcanzables para la mayoría, lo cual dispararía las muertes por frío en invierno y por calor en verano.
En Europa ya aplican un impuesto verde al transporte aéreo de pasajeros, y en Londres a los grandes automóviles. Los activistas presionan a los bancos para que no proporcionen créditos a la financiación de plantas de energía que utilicen carbón, la construcción de represas y las exploraciones petrolíferas. Varios bancos "socialmente responsables" están cediendo a las presiones. Entre tanto, funcionarios de Estados Unidos y de las Naciones Unidas dicen a los africanos que el cambio climático es una amenaza más grande que la malaria, el sida y la pobreza. La réplica del profesor W. J. R. Alexander, de la Universidad de Pretoria (Suráfrica), no se ha hecho esperar: "No necesitamos la reedición del colonialismo y el paternalismo europeos".
La historia se repite. Los activistas, los políticos y los artistas de Hollywood lograron hace 30 años que se prohibiera la utilización del DDT: como consecuencia de ello, desde entonces decenas de millones de personas han muerto de malaria. Nadie ha sido castigado. Nadie ha pedido perdón. Ahora dicen lo mismo del cambio climático.
Para los activistas, los burócratas y los políticos, se trata de una cuestión de dinero, poder y control. Para las empresas, se trata de evitar la publicidad negativa y de utilizar tecnologías subsidiadas en nuevos productos políticamente correctos. Si no hay crisis, no hay subsidios.
Podemos y debemos desarrollar nuevas tecnologías para mejorar la eficiencia, reducir los costes y la contaminación, pero la solución no pasa por reducir el nivel de vida de la población sobre la base de las más catastróficas especulaciones sobre el cambio climático.
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PAUL DRIESSEN, autor del libro Ecoimperialismo. Poder verde, peste negra.