La otra noche, durante una cena con viejos amigos perdidos de vista desde hacía años, agredí amablemente a mi vecina, profesora de Historia y Literatura latinoamericanas en ya no sé qué universidad, Paris II o Paris III. “Me dicen que te pasas la vida en Cuba”. “¡No! ¡Por favor! Sólo estuve dos veces y fue antes...” “Antes, ¿de qué?” “Pues antes de esos fusilamientos y detenciones”. “Ya, pero después de los de Ochoa, La Guardia y demás, después del campo de concentración para mariquitas, después del “caso Padilla”, del de Huber Matos, y todo lo demás”. Algo cohibida por mis ráfagas de ametralladora dialéctica, reconoció que si La Habana es una ciudad magnífica, aunque muy venida a menos pese —yo diría a causa— de la ayuda de la UNESCO, lo que había podido comprobar sobre el régimen castrista no le gustaba nada. De pronto, percatándose de que el ataque es la mejor defensa, exclamó: “¡Pues anda, ya puedes criticar las complicidades de franceses y de la UE con la dictadura castrista, pues mira que vosotros (o sea, nosotros, los españoles), lo domináis todo, bancos, hoteles, agencias de viajes, centros culturales, Embajada, Consulado, todo lo español se impone, vuestra presencia es apabullante”. Como ya había oído y leído cosas semejantes sobre la presencia española, pública y privada, en Cuba, me pregunté: ¿Qué sentido tiene solidarizarse con la lucha internacional contra las dictaduras y el terrorismo, como en el caso de Irak, y ser solidarios, más que nadie en Europa, con el tirano Castro?
Aunque muy pocos ministros de Exteriores entienden la diferencia entre relaciones “correctas”, diplomáticas y comerciales con todos los países y el apoyo político implícito a dictaduras, esa diferencia existe, y lo que hacemos en Cuba es éticamente vergonzoso y políticamente nefasto. Cinco o diez años en la vida de las personas son muchos años, pero en la vida de las naciones no son nada. Fidel Castro morirá y nada nos asegura que su plan de sucesión a favor de su hermano Raúl funcione. No es, pues, imposible que la democracia, con o sin sangre, se instale en Cuba tras la muerte del dictador; se conocen casos semejantes, y aún menos imposible es que las nuevas autoridades cubanas se muestren, digamos, frías con los países que han ayudado a la dictadura y más favorables a establecer buenas relaciones con quienes son infinitamente más poderosos a todos los niveles y además han tenido una actitud, aunque muy torpe y contradictoria, pero a fin de cuentas hostil con la dictadura. O sea, naturalmente, los USA.
Los USA también tienen, a su manera, “Cuba en su corazón”, como dijo Aznar de los españoles, pero resulta que el corazón no se limita a la cartera pese a su vecindad. Es cierto que actualmente Cuba goza de poderosas amistades en América Latina: Hugo Chávez, Da Silva (lo de “Lula” pasó a la historia), ahora Kirchner en Argentina y algunos más. Esto significa sencillamente que los presidentes latinoamericanos, elegidos democráticamente, bueno, con más o menos fraudes según los casos y los países, pero elegidos, consideran como uno de los suyos al tirano Castro, elegido por su policía política; eso, sencillamente significa el profundo subdesarrollo democrático de tantos países del centro y sur de las Américas. Tomemos el caso de Perú, que dio lugar en España a cierta polémica, concretamente entre los Vargas Llosa, pues está resultando que Álvaro llevaba razón contra Mario. Desde luego, Alejandro Toledo no es Fujimori o aún no, pero eso no quita para que sea un desastre.
Recuerdo que cuando los disturbios por la crisis económica y financiera en Argentina, hace unos meses, potentes manifestaciones recorrían Buenos Aires con gritos y pancartas de “¡Fuera los gallegos!” Sabido es que “gallego” es el término displicente con el que nos califican allí a todos los españoles. Evidentemente, España no fue culpable de esa crisis pero cabe preguntarse si Gobierno y empresas españolas han actuado con suficiente inteligencia para no tener que soportar dichos insultos. Argentina sufre, desde hace decenios, de una enfermedad peculiar, el peronismo, su catástrofe nacional. Casi todos son peronistas, pero eso no les impidió, ayer, matarse entre montoneros peronistas y antimontoneros peronistas, y de luchar y odiarse hoy, más pacíficamente, entre peronistas. La culpa de todo no la tendrían la corrupción y otras lacras, sino exclusivamente las privatizaciones de Carlos Menem.
Aparte de que las privatizaciones no constituyen una panacea universal, dependen de cómo se realicen, en este caso no sólo Menem y los suyos se metieron en sus bolsillos buena parte de los beneficios, sino que los argentinos pudientes, y no faltan, no invirtieron nada en las empresas nacionales privatizadas y siguieron invirtiendo en el extranjero los beneficios de sus cereales, del vacuno o de lo que sea, dejando que empresas extranjeras, españolas, sí, pero también francesas y, claro, norteamericanas, invirtieran en Argentina y compraran acciones de las empresas privatizadas. No creo que los ricos argentinos sean más egoístas que otros, pero demuestran una desconfianza absoluta en su clase política y prefieren situar sus “ahorrillos” en Wall Street, Miami, la City o las Islas Caimán.
Hay que reconocer que la curiosa alternancia en el poder de militares y peronistas, peronistas y militares, no ha sido beneficiosa para el país. Y la desastrosa gestión del Gobierno de De la Rúa hizo estallar los cristales. La llegada masiva de capitales extranjeros ha sido muchas veces positiva, pero no en Argentina, por ahora, en todo caso. La economía no es una ciencia exacta.
¿Y México, ese gran país que también está en el corazón de los españoles?, debemos tener un corazón inmenso. La victoria de Vicente Fox en las presidenciales, poniendo fin al monopolio político absoluto del PRI, provocó legítimas esperanzas. Pues nada, mariachi por aquí, mariachi por allá, ¿dónde están las reformas? Una imagen me parece resumir la cuestión: el presidente Fox cabalgando a la cabeza de una manifestación, contra... ¡la guerra de Irak! Apaga y vámonos.
Que quede bien claro que para mí es legítimo constatar y denunciar los estragos de, por ejemplo, la epidemia de SIDA sin conocer los remedios para erradicarla. Me limito a constatar y denunciar los pasos atrás de la democracia en América Latina, sin tener las fórmulas mágicas para crear gobiernos, partidos, opinión pública, realmente reformistas. Constato, pues, que el fin de dictadores como Pinochet, Videla, luego Fujimori, abrieron puertas hacia la democracia, y que esas puertas se están cerrando una tras otra.
Si algunos, pocos, defendimos en la prensa la postura de nuestro Gobierno en relación con la llamada “crisis iraquí” es porque, desde el punto de vista de la democracia, que constituye nuestro criterio esencial, resultaba imposible comparar Washington con Bagdad, como hicieron tantos. Esto no quiere decir que estemos —o esté— sistemáticamente de acuerdo con todas las iniciativas de la Casa Blanca, aunque, las cosas como son, hay que dar gracias al destino porque el presidente de la primera potencia mundial sea Bush y no Putin, o Castro, o el Príncipe heredero de Arabia Saudí, o incluso Chirac. Pero, si el criterio fundamental de una política exterior, como interior, es la democracia, esto excluye todo sometimiento a quien sea y, más aún, tener, en relación con Cuba, la misma política mafiosa que Chirac en relación con Irak o hacer carantoñas a Siria y cosas por el estilo. Guardar algún dictador en la despensa, para uso personal, nada tiene que ver con una gran política internacional de lucha por la democracia y la libertad. Además, los dictadores se pudren, y apestan.