Como ocurrió en España al final de la Restauración y en la república, cuando la combinación del terrorismo anarquista, el mesianismo revolucionario de la izquierda y las tensiones separatistas se conjugaron con unos gobiernos oportunistas y faltos de energía.
Por lo común, la mayoría de la población prefiere el sistema liberal, que protege la dignidad de las personas y su derecho a elegir y a disentir, y que también produce, generalmente, mayor bienestar económico. El peso, en apariencia muerto, de la opinión pública suele impedir que los partidos totalitarios alcancen un poder amenazador.
Suele, pero no siempre lo hace, como quedó indicado. Por un lado, el prestigio de la democracia es tal que sus enemigos se presentan a menudo como demócratas, mediante una demagógica perversión del lenguaje capaz de desorientar a mucha gente y de desacreditar las reglas del juego político. Y, por otra parte, una gran masa de población ha demostrado a menudo estar dispuesta a disfrutar de las libertades, pero no tanto a defenderlas activamente ante una crisis. En momentos de serias conmociones o de dificultades económicas, muchos pueden rechazar la democracia liberal a favor de las soluciones engañosamente tajantes y fáciles ofrecidas por sus enemigos.
De ahí que debamos distinguir entre el derecho que el sistema otorga a los partidos totalitarios y la actitud de los demócratas ante ellos. Está claro que sus derechos no incluyen el de no ser criticados. El sistema caerá por tierra si sus enemigos alcanzan un poder excesivo, y para evitarlo resulta indispensable denunciar sin tregua ante la opinión pública el verdadero carácter de los liberticidas, poner al descubierto sus maniobras.
Y esto es lo que ha fallado en España desde la Transición. Tan sólo se ha denunciado a fondo el nazismo, de mínima incidencia en España (también el comunismo parece superado), mientras se han permitido el engaño y la demagogia de los nacionalismos vasco y catalán, se ha colaborado con ellos presentándolos como partidos impolutamente democráticos. Su "democracia" la estamos comprobando ahora, después de que la impunidad de sus manejos, su uso fraudulento de la enseñanza y otros medios públicos como aparatos de propaganda del separatismo nos han llevado adonde estamos.
El régimen actual es el tercer intento, en ciento treinta años, de asentar una democracia liberal en España. La Restauración y la república fracasaron por el ataque de las izquierdas revolucionarias, apoyadas por los separatismos; hoy la presión se ha invertido, y son los separatismos los protagonistas, apoyados por las izquierdas. Los partidos secesionistas han casi arruinado la democracia en las Vascongadas y la han restringido en Cataluña, no obstante lo cual pretenden arrogantemente reformar a su conveniencia la Constitución y los estatutos, es decir, hundir las reglas del juego mediante hechos consumados y verborrea anestesiante.
Esos partidos son una plaga para las libertades en España, y por tanto también en Cataluña y Vascongadas, a las que dicen querer "liberar". Todo ello con fuerte incidencia del terrorismo, tanto en la Restauración como durante la república o la actual democracia, empeorado ahora por la brutal irrupción de los genocidas islámicos, que en un solo golpe han logrado cambiar drásticamente la política interna y externa española.
Mientras escribía el libro Una historia chocante pude percatarme de hasta qué punto ha sido siempre así, hasta qué punto se ignoran comúnmente la historia y significación real de esos nacionalismos. Y de cómo el error principal desde la Transición ha consistido en caer una y otra vez en el juego de los liberticidas separatistas. Por una falsa concepción del juego democrático se ha engordado a fuerzas siniestras que oscurecen nuestro horizonte.