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HISTORIA DE ESPAÑA

Los cleros nacionalistas ante la persecución religiosa

Apenas desatada la guerra civil, en octubre de 1934, comenzó la matanza de clérigos, 34 de ellos en Asturias, y tres más en Palencia y Cataluña. En julio de 1936, apenas armadas las masas por el gobierno de Giral, la matanza tomó proporciones gigantescas hasta convertirse, probablemente, en la mayor persecución religiosa de la historia, más mortífera que la de la Revolución francesa o a las de la época romana.

Acosados como alimañas, unos 7.000 religiosos, más 3.000 laicos, fueron sacrificados a menudo con extrema crueldad, por el mero hecho de sus creencias. Hubo sacerdotes toreados, y a algunos les sacaron los ojos, o les cortaron la lengua o los testículos. Otros fueron arrastrados por tranvías u otros vehículos hasta morir. Once detenidos en una checa de Valencia fueron golpeados y descuartizados con mazas y cuchillos. Un cadáver tenía una cruz incrustada en los maxilares. Algunos fueron arrojados a fieras del zoo madrileño…, y así un largo catálogo de horrores. Los cadáveres solían ser ultrajados, quemados, objeto de burlas, desenterrándose incluso ataúdes de monjas fallecidas años antes, para irrisión pública.

También fueron incendiadas o destrozadas innumerables obras de arte, edificios, pinturas, esculturas, etc., así como bibliotecas antiguas y valiosísimas de monasterios e instituciones educativas (recuérdese que, al instaurarse la República, varias bibliotecas fueron pasto de las llamas a manos de los anticlericales, entre ellas la principal de los jesuitas en Madrid, considerada por muchos como la segunda de España después de la Biblioteca Nacional). Diversos dirigentes izquierdistas hicieron declaraciones felicitándose de la erradicación de la Iglesia en España, y en periódicos republicanos, como el azañista Política, podían leerse verdaderas incitaciones a la destrucción del patrimonio histórico de carácter religioso.

Esta persecución estaba inscrita en el ideario jacobino y revolucionario como algo necesario para alcanzar los fines de emancipación humana a que las izquierdas decían aspirar. A tal punto les parecía urgente aquella “limpieza” que la llevaron a cabo sin atender a su tremendo coste político, pues aquella indisimulable oleada de crímenes y destrucciones impidió al Frente Popular “vender” adecuadamente en el exterior la imagen de democracia y cultura con la que pensaban ganar el respaldo de las democracias. Sólo los regímenes soviético y del PRI mejicano apoyaron, como es sabido, a las izquierdas españolas: ambos habían llevado a cabo sus propias y sangrientas persecuciones religiosas.

Lógicamente –y éste fue otro efecto político de gran alcance–, la Iglesia, en su inmensa mayoría, tomó partido por quienes la salvaban y contra quienes la exterminaban. Con eso contaban los perseguidores, pero no les importó, sobre todo en los primeros y especialmente mortíferos meses de la guerra, cuando estaban seguros de vencer y de poder ajustar cuentas en todo el país con sus enemigos. Sin embargo, hubo excepciones entre los eclesiásticos, como el famoso padre Lobo, colaborador de la propaganda revolucionaria, o sectores importantes del clero vasco y catalán.

En Cataluña se dio el caso curioso de que la Esquerra, pese a su intenso jacobinismo, hiciera lo posible por salvar a los curas… nacionalistas. Un informe al cardenal Gomá, guardado en su archivo y recientemente publicado por José Andrés-Gallego y A. M. Pazos, dice: “Ha llamado poderosamente la atención el hecho de que los sacerdotes militantes del catalanismo hayan salido todos indemnes, mientras sucumbían a centenares sus hermanos”. Cabe dudar de que todos salieran indemnes, pero hubo una operación política para favorecerlos, excluyendo a los curas catalanes no nacionalistas. El propio Vidal i Barraquer pudo librarse, dejando abandonado, al parecer por un malentendido, a su obispo auxiliar, Manuel Borrás, asesinado poco después.

La solidaridad de los clérigos nacionalistas con los demás fue muy escasa. Madariaga cita a una de sus “lumbreras”, acaso el mismo Vidal: “Los revolucionarios han destruido las iglesias, pero el clero había destruido primero a la Iglesia”. Para aquella lumbrera, las víctimas eran las culpables. Pero si tal hizo el clero, ¿por qué habían de masacrarlo –no sólo quemaban iglesias– los revolucionarios, primeros interesados en erradicar la religión? ¿No debieran haberlo felicitado, más bien? Posturas similares continúan hoy, por ejemplo en el fraile ideólogo e historiador Hilari Raguer.

Insolidaridad pareja vemos en el clero nacionalista vasco. Buena parte de él se sentía estrechamente ligado al PNV, en el cual veía un defensor de la religiosidad de los vascos, considerados una especie de nuevo “pueblo elegido”. Quien quizá expresó mejor esa insolidaridad de raíz fue el muy católico Irujo, ministro de Justicia en el Frente Popular, en una propuesta de decreto encaminada a mejorar la imagen exterior de las izquierdas: “La pasión popular, confundiendo la significación de la Iglesia con la conducta de muchos de sus prosélitos, [hizo] imposible en estos últimos tiempos el ejercicio normal del derecho de libertad de conciencia y práctica del culto”. La matanza y destrucción sistemáticas quedaban reducidas, para consumo exterior, a la simple eliminación del derecho al culto, atribuido, además, a una “confusión popular”. Las víctimas, por su “conducta”, habían merecido de algún modo el castigo.

Al revés que los nacionalistas de Álava y Navarra, los de Guipúzcoa y Vizcaya, creyendo a los revolucionarios destinados a vencer, optaron por éstos a cambio de un estatuto de autonomía, que se proponían rebasar aprovechando las circunstancias. Cuando los navarros ocuparon Guipúzcoa, la autoridad militar fusiló a 12 ó 14 sacerdotes nacionalistas por sus actividades políticas. El PNV y el clero adicto hicieron grandes protestas en la prensa extranjera y en el Vaticano, apoyándose en sectores “progresistas”, especialmente franceses, pese al carácter tradicionalmente muy reaccionario y antiliberal del nacionalismo vasco. Franco cortó los fusilamientos, pero el clero peneuvista persistió en su campaña para negarle el carácter de defensor de la Iglesia. En realidad, dicho clero se desentendió por completo de la suerte del clero perseguido, justificando de diversas maneras la persecución.

El proyecto de decreto de Irujo señalaba además: “una parte de la Iglesia católica, concretamente la de Euzkadi, ha sabido en todo momento cumplir su misión religiosa con el máximo respeto al Poder civil (…) Por eso no ha sufrido el más leve roce con sus intereses”. Sin embargo esta parte era tan falsa como la anterior. En la zona bajo autoridad del PNV habían sido asesinados nada menos que 55 sacerdotes que, por no ser nacionalistas, no merecieron la menor atención reivindicativa ni protesta del clero ni de los políticos sabinianos, contra lo ocurrido con los fusilados en Guipúzcoa por los franquistas. Otros cientos de religiosos vascos fueron masacrados en el resto del país ante la misma fundamental indiferencia de los clérigos nacionalistas.

Por supuesto, Irujo hizo aquí y allá algunas gestiones en favor de los perseguidos, y algunas denuncias ocasionales. Por ello ha recibido un reconocimiento algo excesivo, si lo comparamos con su política básica de ocultación de la realidad al exterior, de connivencia de hecho y desde el gobierno con los perseguidores, y de apoyo a la propaganda revolucionaria, todo ello sin asomo de protesta de los religiosos peneuvistas. En realidad, ésta era la moneda de cambio por las vulneraciones del estatuto, como exponía el lehendakari Aguirre ante las protestas de las autoridades izquierdistas: “Euzkadi sirvió con su ejemplo de único argumento en el exterior, invocado tantas veces en la Sociedad de Naciones y por numerosos políticos, incluso comunistas, como la señora Ibárruri en sus mítines de propaganda exterior”. Los servicios prestados por el PNV y su clero al Frente Popular fueron muy estimables, pero las izquierdas creían excesivo el pago que por ellos se tomaban los sabinianos.

Creo que estos precedentes ayudan a entender sucesos actuales.
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