No sé si, entre los muchos homenajes que este año se van a hacer al Quijote, a alguien se le ocurrirá reunir, por ejemplo, textos en contra de su creador, y haberlos haylos, tanto entre sus contemporáneos como entre nosotros. No me cuento entre ellos, pues siempre consideré a Cervantes el padre putativo de las letras españolas, y a Galdós su hijo predilecto (su progenie es incontable por doquier, sobre todo en Rusia y en Inglaterra, e incluso en Francia hay unos cuantos si se compara con los que ha dejado en España, pues de ningún otro escritor se puede decir mejor que de Cervantes que “nadie es profeta en su tierra”), siendo el padre biológico Quevedo y su hijo predilecto Valle Inclán.
Este último admiraba a Cervantes, más que por sus obras, por la manera en que se quedó manco “en la más alta ocasión que conocieron los tiempos”, es decir, en esa batalla de Lepanto que la doctrina socialista ha convertido ahora en derrota, al igual que han convertido el cautiverio del escritor (del que el muy ingrato intentó escapar varias veces) en un estimulante diálogo entre civilizaciones, según Calvo, Moratinos e incluso según Juan Goytisolo, que es un especialista en materia de intercambios. De Corpus Barga saco esta anécdota en la que Valle Inclán manifiesta su sana envidia ante la estatua de Cervantes, en la plazuela del Congreso. Por cierto, que en el mismo libro donde cuenta estas cosas establece también una ingeniosa filiación literaria para ambos: Valle es el precursor de Valle, dice Corpus, como Cervantes es el precursor de Cervantes. También se podría decir de Ramón Gómez de la Serna, otro de nuestros grandes “curiosos y originales”, que nada tienen que ver con los “raros y olvidados”, que son otra cosa.
Quiero terminar esta evocación –me temo que vendrán muchas otras a lo largo del año– con esta patriótica interpretación de la obra de Cervantes, hecha por doña Emilia Pardo Bazán (una de sus discípulas) en La cuestión palpitante:
“El principal mérito literario de Cervantes –dejando aparte el valor intrínseco del Quijote como obra de arte– consiste en haber reanudado la tradición nacional, haciendo que al concepto del Amadís forastero y tan quimérico como Artús y Roldán reemplace un tipo real como nuestro héroe castellano el Cid Rodrigo Díaz, que con mostrarse siempre valeroso y honrado, y noble y comedido, y cristiano, lo mismo que el solitario de la Peña Pobre, es además un ser de carne y hueso y manifiesta afectos, pasiones y hasta pequeñeces humanas, ni más ni menos que Don Quijote; con ellos me entierren y no con la dilatada estirpe de los Amadises”.
A la que añado esta heroica exhortación de la misma, al propio don Quijote:
“Apresúrate, llega ya, manco glorioso, que haces gran falta en el siglo: ase la péñola y descabézame luego al punto ese ejército de gigantes, que al tocarles tú se volverán inofensivos cueros de vino tinto: hendiráslos de una sola cuchillada, y perdiendo su savia embriagadora, se quedarán aplastados y hueros. ¡Ven, Miguel de Cervantes Saavedra, a concluir con una ralea de escritores disparatados, a abatir un ideal quimérico, a entronizar la realidad, a concebir la mejor novela del mundo!”
Vale.