Allí nadie puede ingresar en las FARC, ni en ETA, ni en ninguna banda por el estilo, porque o son insignificantes o los servicios de inteligencia las desmontan en un periquete. De ahí que las bandas armadas verdaderamente peligrosas de los Estados Unidos tengan base en el exterior: o el delirante nacido para matar se hace musulmán y se coopta a Al Qaeda (cosa harto difícil, vistos los criterios de selección del grupo de Ben Laden y la abundancia de mano de obra mártir con que cuenta en el mundo árabe), o ingresa en un grupo de matones de barrio o de skin heads, o va por libre.
Hace poco, en una comida, en Buenos Aires, con uno de los pocos amigos que me quedan vivos de mi época de trotskista armado, hablamos de los que habían sido nuestros compañeros hace cuarenta años, y de las razones por las cuales nosotros habíamos desertado a tiempo para recorrer el largo camino que nos había llevado de la izquierda al conservadurismo liberal. Hubo, claro está, razones de orden político racional, muchos años de análisis y de lecturas, de desprogramación, aunque no conociéramos entonces el término, para romper lazos con la secta. Llevó años, sí, comprender el carácter totalitario de nuestros mal llamados sueños de juventud. Pero ése, el propiamente ideológico, el estrictamente político, era sólo uno de los aspectos a tener en cuenta en ese proceso: otro, tal vez el más significativo, tenía que ver con la salud mental.
Aquellos compañeros de hace cuarenta años, en su mayor parte, están muertos. Los demás, con una sola excepción, han hecho una carrera al margen de la ley, convirtiendo en oficio el atraco, el secuestro o el asesinato que habían cometido por primera vez en nombre de la utopía. Psicópatas, sociópatas.
Los muertos fueron a la muerte por elección propia, buscando el fin por la vía del enfrentamiento con otros psicópatas o sociópatas, militares y civiles, reclutados por la dictadura para ese terrible acting out que se llevó a cabo en la Argentina de los 70.
Lo escribo aquí porque el presidente Zapatero acaba de acompañar a Kirchner en la inauguración de uno de los tantos espacios que el Gobierno argentino ha destinado a perpetuar la memoria guerrillera, de forma muy parecida a como pretende perpetuarla el Gobierno español: mal, a trozos, y subrayando el heroísmo de las víctimas. No es de extrañar: Kirchner, que no pasó de ser un colaborador de superficie de los montoneros, ha llenado su equipo de montoneros reales, con autoridad en el movimiento y pasado clandestino.
Psicópatas y sociópatas tienen para elegir entre las FARC y los paramilitares en Colombia, pueden incorporarse a los grupos de choque del chavismo en Venezuela, gozan de la vida en la Seguridad del Estado cubano, medran en el régimen argentino, se guevarizan en la Bolivia que devoró al Che, pueden sumarse a la causa de ETA en el País Vasco –aunque se llamen Troitiño o Fernández–. Siempre sin diagnóstico y bajo el amparo de la ideología, y un vago y reparador sentimiento de justicia, que siempre acompaña al resentimiento.
¿Hay locos oficiales, integrados en el Estado desde el principio? Claro que sí. Videla y Westmoreland deberían bastar como botones de muestra. A veces sucede que el sociópata/psicópata del que en origen es un movimiento marginal ocupa el Estado y convierte su enfermedad en régimen: ahí están Hitler y Stalin, en sus inicios colaboradores de la policía que, como el hombre que fue Jueves de Chesterton, se hallan de pronto en la punta de la ola y no bajan hasta dejar unos cuantos millones de muertos en el agua.
La locura se hace evidente de muchas maneras, aunque no siempre los demás lo noten. ¿Cuántos notaban la locura de Hitler cuando ladraba ante millones de alemanes prometiéndoles la conquista del mundo? Es fácil de ver en Iñaki Bilbao cuando le dice al juez que le va a meter siete tiros y arrancar la piel a tiras, no sé bien en qué orden. En ambos, ahora que vemos y oímos a Hitler como lo que era, un orate (Churchill lo sabía entonces), hay otro aspecto del alma que se revela: la maldad, ocasionalmente expuesta como resentimiento armado.
Es cuando menos curioso que a lo largo de los tiempos se haya pretendido conciliar la política con la moral, desconociendo que, de los que se dedican a la política, sólo unos pocos lo hacen con interés en el bien general. Incluso hay quien cree que determinados políticos, cuando hacen las cosas mal, las hacen así por error. Habrá casos, no lo niego, pero en general el mal es un proyecto. Que se realiza de forma activa y de forma pasiva.
Voy a poner un ejemplo. En el libro de diálogos entre César Alonso de los Ríos y Jaime Mayor Oreja Esta gran nación, cuya lectura recomiendo, se cuenta, nada más empezar, que, allá por el año 1996, Javier Arzalluz le dijo a Mayor Oreja: "Nunca será España una gran nación como Francia o como Alemania". Unas líneas más adelante, Alonso de los Ríos comenta que Arzalluz "quería recordar [a Mayor Oreja] que los nacionalistas vascos nunca dejarían de reclamar la soberanía de los territorios vascos, que nunca serían solidarios con la idea histórica de España".
Habrá quien crea que la declaración era ideológica. Y lo es, en los términos en que PNV y ETA y ERC y BNG y CiU entienden la ideología, como un asunto emocional. Pero hay más: lo emocional puede ser afín, aledaño a lo patológico, al proyecto sociófobo del "no te voy a dejar vivir tranquilo"; o, más aún: "No te voy a dejar crecer, impediré que te desarrolles, que el proyecto común de muchos millones de hombres y mujeres prospere". En esas afirmaciones está la enfermedad, que a veces atajan los psiquiatras, a veces acaba en carnicerías incontenibles y a veces en la cárcel. Pero también está el mal.
Cuando alguien me asegura que España nunca será una gran nación porque ya se está ocupando él de que no lo sea, se trate de Iñaki Bilbao o de Javier Arzalluz, me desea el mal, la muerte, la atrofia, el castigo de Sísifo de tener que luchar eternamente contra él, dilapidando en ello las fuerzas que necesito para construir. Son propuestas mutiladoras que, en el mejor de los casos, me dejan la posibilidad de construir, pero con un miembro menos, o dos, o tres. Cuatro, de ser por Blas Infante.
Es posible hacer política preservando la moral, pero la historia carece de moral. En ella dominan con demasiada frecuencia la locura y el mal. Ojalá la locura y el mal se limitaran a los asesinos en serie o a las bandas de barrio: lo cierto es que en muchos países, y España es uno de ellos, hay quien la organiza con fines políticos.