Hemos visto en el anterior librepensamiento de qué manera el historiador François Guizot atiende estos asuntos principales, que tienen que ver con la existencia y el bienestar de los hombres y los pueblos, y cuál es su criterio acerca de la prioridad de lo individual sobre lo social en materia de acción. Ha habido, en efecto, a lo largo de la historia, sociedades, culturas y pueblos caracterizados por anteponer el desarrollo de la vida individual, la vida interior, de sus facultades, sentimientos e ideas, a la vida social y al progreso del género humano en su conjunto. Esta clase de naciones y gentes son las que han avanzado por el sendero de la civilización.
Porque, y así concluye Guizot su brillante historia de la civilización en Europa, la civilización consiste en dos hechos esenciales: el desarrollo político y social de los pueblos y el desarrollo interior y moral de los hombres. Guizot, en calidad de historiador, repara, en primer lugar, en las instituciones, pero ello no le impide reconocer que lo primero es el individuo, la libertad.
De un presupuesto similar parte John Stuart Mill, si bien, como filósofo, no tiene obstáculos metodológicos a la hora de definir, centrar y priorizar su discurso intelectual alrededor del individuo humano, sus contingencias y necesidades. Aunque encuadrado por herencia familiar e instrucción en la corriente utilitarista de pensamiento, la gran personalidad y creatividad que deja traslucir en su obra, así como la fortaleza de un carácter en un cuerpo frágil, nos informan de un caso particular y excepcional. Como no podría ser de otro modo en una persona de firmes principios liberales, ver el bosque no le impide distinguir los árboles.
Si se me permite una comparación sin ánimo de promover conclusiones odiosas, recordaré que Michel de Montaigne fue alcalde de Burdeos y consejero de la Corona de Francia por tradición familiar, pero por vocación fue, ante todo, filósofo. Para un gentilhombre como Montaigne, el deber para con la casa y la familia, la religión y la patria que le vio nacer no podían ser motivo de discusión o querella. Él se presta a los demás, pero sólo se da a sí mismo.
Pues bien, Mill, como Montaigne (como otros más), debe mucho, para bien o para mal, a quienes le dieron un nombre, una profesión y una formación intelectual privilegiada. Sólo tiene palabras de agradecimiento hacia su padre, James Mill (como Montaigne, no dedica en sus escritos ni una palabra a la madre), y a su principal preceptor espiritual, Jeremy Bentham.
Con todo, soy del parecer de que el utilitarismo doctrinal de John Stuart no anega por completo su producción intelectual. Digámoslo con pocas palabras: Mill escribe Utilitarismo por reconocimiento y gratitud a sus mayores, pero compone Autobiografía y, en especial, Sobre la libertad (1859) movido por convicciones y reflexiones libres, y poco sujeto a dependencias de escuela.
Tengo por Sobre la libertad la mayor de mis estimaciones. Ensayo ejemplar, básico e imprescindible para la historia del pensamiento liberal, es escrito en comunicación con su esposa Harriet (quien influye poderosamente en el sesgo "social" del pensamiento de Mill, en su simpatía hacia determinadas posiciones socialistas de la época y hacia el feminismo), y se publica un año después de la muerte de ésta. He aquí una de las historias filosófico-románticas, la de John y Harriet, más conmovedoras de las que tengo noticia. Una conmovedora y trágica historia de afecto y pensamiento no llevada a la literatura ni al cine, que yo sepa, y que merecería mayor atención. Pero no ahora. Ahora debemos ocuparnos de la civilización y la libertad.
¿Cuál es el principal asunto que aborda Sobre la libertad y preocupa a su autor? Al parecer de Antonio Rodríguez Huéscar, discípulo de Ortega y uno de los introductores del ensayo de Mill en España, la respuesta no tiene misterio: "La colectivización, la socialización del hombre –y no en el aspecto económico, sino en el más radical de su espiritualidad–; he aquí la sorda inminencia que rastrea Mill, y ante la que yergue su mente avizora". La amenaza ahí atisbada no ha disminuido hoy, sino todo lo contrario.
Mill advierte, a mediados del siglo XIX, que las sociedades desarrolladas han logrado arrancar al Estado grandes espacios para poder desplegar la personalidad y la individualidad humanas. Sin embargo, no sólo el Estado constituye un obstáculo para el pleno desarrollo de la libertad. Es la misma sociedad, con sus servidumbres, rutinas, resabios y prejuicios, la que establece unas constricciones especialmente funestas para el individuo. La proximidad del control y dictado (ese impuesto ideológico denominado "opinión pública") que ejerce sobre la libre actuación y privacidad de las personas, sobre la libertad, la hacen especialmente celadora.
En este sentido, tal vez sea el capítulo del libro titulado 'De los límites de la autoridad de la sociedad sobre el individuo' uno de los más inspirados y relevantes de esta obra soberbia. Los últimos pasajes que leemos allí tienen una actualidad sobrecogedora. Dando por sentado que existen tipos de sociedad preferibles a otros (por ser superiores y mejores) y que es justo propender a la reforma y extensión de los espacios de libertad, Mill se pregunta, no obstante, hasta qué punto tiene derecho una determinada comunidad a civilizar por la fuerza a otra.
La reserva o prevención de Mill no es gratuita ni caprichosa. Desde su punto de vista, el principio de la libertad es lo primero, y no puede sostenerse, como hace el republicanismo de J.-J. Rousseau, que si los hombres no quieren ser libres, se les obligará a que lo sean. He aquí, entonces, la conclusión resultante: en tanto que las víctimas de la servidumbre ("de la ley mala", dice Mill) en una comunidad sojuzgada no invoquen la ayuda de las comunidades libres, la intervención atentaría a la libertad y no sería procedente. El optimismo ilustrado y la fe en el progreso de la civilización son la causa de que concluya su argumento con este célebre pasaje:
"Si la civilización ha prevalecido sobre la barbarie cuando la barbarie dominaba el mundo, es excesivo abrigar el temor de que la barbarie, una vez vencida, pueda revivir y conquistar la civilización. Para que una civilización pueda sucumbir así ante su enemigo necesita haber llegado a un tal grado de degeneración que ni sus propios sacerdotes y maestros, ni nadie, tendrían capacidad ni voluntad de tomarse el trabajo de defenderla. Si esto es así, cuanto antes desaparezca esa civilización, mejor. No podría ir sino de mal en peor, hasta ser destruida y regenerada (como el imperio de Occidente) por bárbaros vigorosos".
En el momento presente, los bárbaros –más que "vigorosos", vesánicos– vuelven a poner cerco a la civilización. Muchas víctimas de su acometida se han entregado o rendido, y no ofrecen resistencia al agresor creyendo que así el sufrimiento será menor. Dadas las circunstancias, no creo que el razonamiento de Mill sea el correcto. Si la víctima no reclama ayuda, ello puede deberse tanto al terror, la ignorancia, como a la simple imposibilidad material de pedir auxilio (tener la boca cerrada). Es más: una persona no es libre para decidir no ser libre o dejar de serlo, optando así por la esclavitud. Incluso desde el republicanismo de Rousseau sería ésta una actitud inadmisible.