En los últimos tres años ninguno de los favoritos, de los candidatos con apoyos comerciales e institucionales, han obtenido el Nobel.
Y uno imagina las faraónicas tiradas preparadas para los libros de Zutano o Mengano, que irán a parar a polvorientos almacenes, sin hablar de las rabietas, colapsos o infartos, que la desilusión procura, mientras que los editores de los galardonados por sorpresa, se arrancan los cabellos. No estaban preparados, no tienen suficientes ejemplares para dar abasto a la demanda, antes de que, tal vez, se rentabilice, el Nobel representa gastos imprevistos. A mi esto me hace muchísima gracia, lo confieso.
Los del Nobel ya crearon una sorpresa, hace algunos años, concediendo su premio a Dario Fo. Pero en este caso fue un error, a mi modo de ver, porque Dario Fo no es un escritor. Si se leen sus obras se constata su pobreza, en cambio, y según me han dicho, sus espectáculos son interesantes, y según algunos, hasta excelentes. O sea que fue galardonado un director escénico de teatro y no un autor. Fo no es Pirandello, todavía hay clases. Dario Fo se declara anarquista –o le declaran, en esas cosas, nunca se sabe–, y por lo visto gran admirador del nacionalismo vasco radical. Formaría parte de esos posos de la extrema izquierda, que ya sin criterios, sin ideología y sin visión política coherente, consideran que todos los que empuñan las armas y asesinan son revolucionarios y, por lo tanto, con derecho a matar. Su admiración no se limita a ETA, se extiende, con más devoción incluso, a los terroristas palestinos, y a los terroristas islámicos en general. Más que posos, son excrementos.
Si a mi me seduce la independencia de la Academia Sueca no siempre comparto sus juicios literarios. Y no me refiero sólo a Dario Fo, claro. Por ejemplo, entre los últimos galardonados, el único que considero como un gran novelista es Coatzee, el surafricano, –sabido es que el Nobel es un premio geopolítico–. Sus novelas son tremendas pero escritas con elegante ironía, que disimula, en parte, su profunda desesperación. No es que el húngaro Kertesz, no tenga talento, sin ser un gran novelista. Recuerdo, por ejemplo, como relata la deportación de una familia judía húngara –la suya, probablemente– hacia los campos de exterminio como si se tratara de un cambio de destino profesional, de domicilio. Esto, más que una invención literaria lograda, es un realismo, porque, a decir verdad, la inmensa mayoría de las familias judías deportadas en toda Europa, por los nazis, no podía siquiera imaginar que infierno les esperaba. Eso no quita que la forma con la que Kertesz relata esa realidad, da escalofríos cuando se sabe lo que se sabe.
En cuanto a la última, el Nobel 2004, la austriaca con apellido que suena a checo, Jelinek, confieso no haber leído nada suyo, como me ocurrió con los otros dos, el Nobel me los dio a conocer. Debo admitir no seguir muy de cerca la actualidad literaria, y es cosa de viejos preferir releer los grandes novelistas del siglo XIX, con ilustres excepciones, Faulkner y Dos Passos, que también forman parte de mi panteón literario personal. Pero como tengo la suerte de conocer a varios jóvenes devoradores de libros, a veces me convencen de que tengo que leer tal o cual novela actual y, por lo tanto, mi ignorancia no es total.