No basta con decir, como hizo Margareth Thatcher, que no hay alternativas al capitalismo liberal. También hay que saber explicar por qué, en qué se fundan las políticas inspiradas en esa constatación, y cómo este gran hecho, de dimensiones culturales de largo alcance, resulta beneficioso para el conjunto de la sociedad. Jim Hoagland, en una columna de The Washington Post, añadía un apunte: y es que los líderes políticos parecen en estos últimos tiempos demasiado enfadados, por no utilizar un término más fuerte. No es la mejor forma de atraer al electorado en tiempos de inseguridad, reforzada por la escasa capacidad para explicar las razones de una acción política.
George W. Bush ha concentrado buena parte de esta reflexión, por la inflexión en la situación en Irak y por la polémica surgida en torno a la comisión del Senado norteamericano encargada de investigar los antecedentes del 11-S. Buena parte de la polémica es de orden estrictamente propagandística. Evidentemente, una parte del Partido Demócrata y de los círculos intelectuales y mediáticos que lo apoyan están intentando desacreditar la figura de Bush allí donde más consistente resulta: en su compromiso en la guerra contra el terrorismo. Pero hay algo más. Bush, como Ronald Reagan y Margaret Thatcher en su tiempo, suscita una aversión visceral, absoluta. No se le critica una acción, un comportamiento, una determinada política. Se rechaza la persona, la imagen, el solo nombre, que debe ser parodiado y escarnecido incluso antes de ser pronunciado.
FrontPage Magazine ha investigado las razones de esta aversión en un coloquio en el que han participado varios especialistas en política exterior (“Symposium: The Left’s Attack on Bush”). Uno de ellos recuerda la campaña conservadora contra Clinton, que no cejó ni siquiera cuando Clinton hizo suyos algunos principios tradicionalmente conservadores y puso en marcha algunas reformas importantes en los programas de bienestar social, insistió en el equilibrio presupuestario y encabezó los bombardeos contra los genocidas de Milosevic. De la misma manera, el ataque contra Bush no ha cesado porque Bush haya aumentado el gasto en educación, en sanidad y en vivienda en un 7 por ciento anual, ni después de sus programas de ayuda para frenar el sida, ni tras su casi total amnistía para la inmigración ilegal. Por mucho que haga en este sentido, por mucho que todo esto invalide su identificación con una política tradicionalmente abstencionista en asuntos sociales, Bush no ha conseguido tregua alguna de sus adversarios. Al contrario.
Hay quien recuerda la presunta “ilegitimidad” de la elección de Bush, que los demócratas no le han perdonado. Un periodista progresista afirma que siendo Bush un “republicano conservador”, es natural que sus adversarios no le tengan la menor simpatía. Así se reduce todo a una perspectiva puramente ideológica. No es del todo errónea, pero no basta para explicar un odio tan sistemático y constante.
The Economist ha dedicado al asunto un largo trabajo y una portada memorable, en la que aparecen enumeradas las “mejores formas de atacar a Bush”, entre ellas (textualmente) la de “No cojones on Palestine and Israel”. Como es natural, la Guerra de Irak centra buena parte de los argumentos. The Economist apunta dos líneas de crítica bastante comunes: la primera, que Bush y su administración han preferido refugiarse en argumentos de orden puramente legal, antes de apelar a la conciencia moral; la segunda, que rechazan sistemáticamente el debate acerca de la guerra, sus auténticos motivos y la evolución de los acontecimientos, como si la persistencia y el incremento de los ataques terroristas, la inseguridad y la ausencia de armas de destrucción masiva no tuvieran ninguna importancia.