Se trataba de ponernos en contacto con los directores de una obra colectiva de evidente trascendencia, la Historia de la edición y de la lectura en España (1472-1914), que acaba de publicar la citada Fundación. Ahí estaban François López, Jean-François Borrel, ambos profesores en distintas universidades francesas y reputados hispanistas. Le acompañaban, Nieves Baranda, la coordinadora del proyecto y los directivos de la editorial. Ya casi a los postres, se incorporó el tercer director, Victor Infantes, profesor titular de literatura española de la Universidad Complutense. Nada diré del marco incomparable en el que nos hallábamos porque eso sería desviarme peligrosamente, pero no puedo dejar de señalar, para los curiosos de esos detalles superfluos de los que se nutre la literatura, que estábamos en el salón japonés, donde se dice que la reina Isabel II cometió algún que otro exceso. Pero vuelvo.
El libro es un grueso volumen de unas 860 páginas, en el que, además de los ya citados, colaboran otros 40 especialistas, tanto españoles como extranjeros, fundamentalmente franceses. Por lo que nos explicaron durante la comida, y por lo que he podido comprobar después al examinar el libro, su novedad no está sólo en la época estudiada sino en el enfoque económico y sociológico del libro como producto, con mucho énfasis en el protagonismo del lector y de los grupos de lectores quienes, en definitiva, son los consumidores finales. Tengo que confesar que me llevé una gran sorpresa cuando me dijeron que si se habían detenido en 1914 es porque, a partir de ese momento, los datos se complican y dificultan un seguimiento fiable. No deja de ser una paradoja que justo cuando empieza a definirse el concepto de editor y autor (que como veremos en esta obra tardaron algún tiempo en hacerlo), cuando empiezan a catalogarse las bibliotecas y a hacerse estadísticas, es cuando más difícil resulta establecer la memoria editorial. Nunca se investigará, ni se sabrá demasiado, y la Fundación Sánchez Ruipérez, que tantas cosas hace y publica a este respecto, lo sabe perfectamente.
Y ya que hablamos del concepto de autor, les diré que éste fue cobrando importancia en detrimento del concepto de obra. Si en un principio fueron el título o el contenido del libro lo que más les importaba, tanto al editor como al lector, ahora es todo lo contrario. Cualquier cosa vale si está firmada por determinados autores. Lo demostró Doris Lessing, cuando la rechazaron una novela que mandó bajo otro nombre; lo demostró Juan García Hortelano, que pretendió asombrar a los lectores con una obra “anónima” (fue un desastre que viví muy de cerca en Mondadori) y lo demuestran todos los días los bodrios que publican tantos autores de renombre. Eso lo saben hasta los niños pequeños y me extraña que Gabriel Albiac creyera que era posible que le publicaran su última novela, Los palacios de invierno, como si fuera un producto anónimo. Lo contó él mismo en la presentación de la novela, que se llevó a cabo en la sede madrileña de la editorial Planeta, después de que Jon Juaristi, Fernando R. Lafuente y Adolfo García Ortega —el editor (Seix Barral), y también novelista— nos hablaran de ella con un entusiasmo que yo comparto y cuyo razonamiento expositivo me reservo para mejor y más dilatada ocasión.