La promesa depende de la capacidad de cultivar grandes cantidades de estas células o de extraerlas de los miles de embriones congelados que duermen en tantas clínicas de fertilización asistida del planeta y cuyo único destino es la destrucción. Pero nunca hasta ahora se había cruzado la frontera, calificada por la mayoría de los científicos de peligrosa, de generar directamente embriones para convertirlos en incubadoras de células pluripotenciales. Proyectos de vida que nacen muertos, aunque su sacrificio abortado sirva para devolver la calidad de vida a unos cuantos ciudadanos.
A menudo se ha hecho hincapié en que uno de los colectivos más favorecidos por la posible generalización de esta técnica sería el de los disminuidos físicos que podrían recobrar el movimiento, la vista o simplemente el placer de la vida no vegetativa con unas cuantas inyecciones de células madre cuidadosamente seleccionadas. Y algunas asociaciones de personas afectadas por traumatismos medulares han solicitado públicamente que no se pongan cortapisas éticas o económicas para que continúe la investigación sobre esta tecnología médica. Cuando estos llamamientos vienen de la boca de algún afectado célebre, como Christopher Reeves, el que diera carne cinematográfica a Superman, el eco es considerable.
No hay nada más legítimo que la lucha por la propia curación y seré yo, desde mi ligera sospecha de estar ciertamente sano, quien juzgue la cualidad moral que subyace tras la petición de que se sigan destruyendo embriones con fines terapéuticos. Pero creo que del debate suelen hurtarse sistemáticamente algunas opiniones escépticas: la de los científicos que ni se muestran tan entusiastas con la idea de extraer células madre de embriones, la de la Iglesia católica, la de expertos en bioética que luchan por ponerle alguna linde al agreste campo de la manipulación genética. Si esta modesta columna sirve para empezar a enmendar el error, bienvenida sea.
Por eso he querido que vinieran a ella las palabras pronunciadas recientemente pero antes del anuncio de la última creación embrional programada por Mary Jane Owen, directora ejecutiva de la Oficina Nacional de Personas Disminuidas Católicas de Estados Unidos: “Las personas disminuidas estamos más interesadas que ninguna otra en que se avance en la búsqueda de curas y herramientas terapéuticas que alarguen nuestra vida, mejoren su calidad y faciliten nuestra incorporación a la sociedad. Pero no estamos tan desesperados que hayamos renunciado para ello a cualquier consideración moral”.
La señora Owen pide a la comunidad científica que no utilice la esperanza y el sufrimiento de los afectados por enfermedades neurológicas graves para justificar una práctica (la destrucción de embriones) que para buena parte de sus posibles receptores es simplemente inmoral.
Lo más destacable de estas declaraciones es que invitan al sano escepticismo, a la duda metódica y al debate justo en el momento en el que más se necesitan, cuando la ciencia está a punto de saltar todas las barreras conocidas sobre la fecundación humana y sus propósitos. Ahora, más que nunca, se hacen necesarias aportaciones desde todos los flancos para la reflexión. Y, más que nunca, cualquier información sobre biomedicina debe guiarse por la cautela y el respeto a todas las opciones morales.
La ciencia no conoce de ideologías, pero los periodistas que la divulgan, los administradores que legislan sobre sus aplicaciones y los inversores que costean sus gastos sí. Por eso corremos el riesgo de divulgar, legislar e invertir sólo en una dirección. Estoy profundamente convencido de que la próxima década será la década de la bioética, el par de lustros de margen que tiene el mundo desarrollado para limitar la carretera por la que quiere que circulen los bólidos de su ciencia, a la velocidad que los científicos quieran, pero sin salirse de la calzada. Y esos límites serán borrosos si no se da una posibilidad a las alternativas al uso de embriones como fábricas de células madre. Se necesitan divulgadores que expliquen que existen prometedoras técnicas de cultivo de células milagrosas a partir de tejidos adultos, donados en una intervención quirúrgica o autodonados, y de tejidos fetales extraídos del material de deshecho de un parto natural, como el cordón umbilical. Se necesitan legisladores escrupulosos con el respeto a los mandatos de los comités de bioética (George Bush, por cierto, está preparando su declaración sobre el asunto de las células madre y la utilización de fondos públicos para tales investigaciones). Y se hacen necesarios inversores valientes que financien los estudios sobre este tipo de alternativas todavía menos glamurosas pero igualmente prometedoras. Si falta este último pilar es posible que la carretera empiece a construirse por territorio que nunca sabremos si era el menos adecuado, porque creció sin competencia.
AL MICROSCOPIO
Libre competencia contra el uso de embriones
El anuncio de la creación, por primera vez en la historia, de un embrión con fines exclusivamente biocientíficos, es decir, de un óvulo fertilizado humano cuya única razón de ser es la de servir a un equipo de médicos como fuente de células madre tras su destrucción, ha supuesto la última vuelta de tuerca en el pulso que ciencia y ética se empeñan en mantener a cuenta de la genética de vanguardia. Como es sabido, las células madre, aquellos corpúsculos pluripotenciales que tienen la virtud de convertirse en células especializadas en la fabricación de casi cualquier tejido humano, son el santo grial de la nueva medicina. Gracias a ellas, se ha propuesto la no muy lejana posibilidad de reparar de manera rápida, sencilla y barata órganos dañados como el corazón de una persona infartada, la médula espinal de un accidentado parapléjico o las febles terminaciones nerviosas de un afecto de Parkinson.
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