La encíclica comete el notable error de referirse a una supuesta "persistencia", al "alargamiento" incluso, del "abismo" entre el Norte y el Sur, entre los ricos y los pobres. Lo cierto es que los ricos son más ricos, pero los pobres no son más pobres, tal y como ha puesto de manifiesto Johan Norberg en su libro In defense of global capitalism.
La corrección de este dato no tendría demasiada importancia si no fuera porque los movimientos antiglobalización lo utilizan para denostar el capitalismo. En realidad, los antiglobalización confunden capitalismo con keynesianismo (junto con el marxismo, los dos sistemas económicos realmente existentes durante la segunda mitad del siglo XX), pero nunca viene mal tener presente que los empresarios, a pesar de la coacción y represión estatal, han conseguido elevar continuamente el nivel de vida de ricos y pobres.
El derecho fundamental a la iniciativa económica
Ahora bien, no debemos pensar que Juan Pablo II compartía en lo más mínimo la opinión de los agitadores globalofóbicos. Muy claramente, el Papa sitúa entre las causas de esa pobreza la represión del "derecho de iniciativa económica", derecho fundamental "no sólo para el individuo en particular, sino además para el bien común", pues su negación "en nombre de una pretendida igualdad de todos en la sociedad (…) destruye de hecho el espíritu de iniciativa, es decir, la subjetividad creativa del ciudadano"; y, para más inri, lejos de conseguir su objetivo, da lugar a una igualdad consistente en una "nivelación descendente".
La razón de todo ello es que sin iniciativa económica "nace la pasividad, la dependencia y la sumisión al aparato burocrático que, como único órgano que dispone y decide –aunque no sea poseedor– de la totalidad de los bienes y medios de producción, pone a todos en una posición de dependencia casi absoluta". Juan Pablo II critica, pues, la visión socialista de crear un hombre nuevo afecto al aparato burocrático. Un hombre anestesiado y sin iniciativa económica que sea arrastrado por los políticos.
Coincide ampliamente con las conclusiones del profesor Huerta de Soto, quien, en su pormenorizado análisis del socialismo, asegura: "El socialismo, como toda droga, produce adicción y rigidez, pues, como hemos visto, tiende a justificar dosis cada vez más elevadas de coacción y hace muy doloroso y difícil que los seres humanos que llegan a ser dependientes de él vuelvan a adquirir los hábitos y comportamientos pautados de tipo empresarial no basados en la coacción"; ya que, en definitiva, el socialismo provoca "la prostitución de los hábitos de responsabilidad individual que subjetiva e inconscientemente refuerzan la aceptación del paternalismo estatal y los sentimientos de dependencia respecto a la autoridad".
Pero, además, en este punto Juan Pablo II está criticando tanto que se coloque a la igualdad por encima de la libertad como los perniciosos efectos de la redistribución ("la igualdad descendente"). Y es que, en palabras de Milton Friedman, "una sociedad que pone la igualdad por encima de la libertad acabará sin igualdad ni libertad"; o, como ha expresado recientemente con mayor claridad Antonio Mascaró: "¿Podrá alguien honestamente sorprenderse de que una sociedad que grava la riqueza y subvenciona la pobreza acabe sin la primera y se hunda en la segunda?".
Así, "ningún grupo social, por ejemplo un partido, tiene derecho a usurpar el papel de único guía, porque ello supone la destrucción de la verdadera subjetividad de la sociedad y de las personas-ciudadanos, como ocurre en todo totalitarismo". Las personas tienen que ser libres para perseguir sus fines, y el Estado no tiene derecho alguno a convertirlos en medios para los fines de otras personas, pues entonces "el hombre y el pueblo se convierten en objeto" (lo cual entronca perfectamente con la interpretación que efectuamos la semana pasada en relación con la diferencia que Su Santidad establece entre trabajo objetivo y subjetivo en Laborem Exercens).
La deuda externa política
Los efectos absolutamente nocivos del intervencionismo estatal se observan con gran claridad en la deuda externa. Juan Pablo II señala, en este sentido, que "los países endeudados, para satisfacer los compromisos de la deuda, se ven obligados a exportar los capitales que serían necesarios para aumentar o, incluso, para mantener su nivel de vida".
Se trata de una situación creada por los políticos a través del contrabando de fondos teledirigido por el FMI, paradigma de organización estatal intervencionista. Tanto los gobiernos prestamistas como los prestatarios tienen interés en perpetuar la situación de pobreza: los primeros, para seguir manejando fondos de los contribuyentes; los segundos, para seguir recibiéndolos. Es decir, tal como comprende perfectamente el Papa, "las inversiones y las ayudas para el desarrollo a menudo son desviadas de su propio fin e instrumentalizadas para alimentar los contrastes".
En un excelente artículo, José Carlos Rodríguez llegó a conclusiones muy similares, al señalar que "los préstamos [del FMI y del Banco Mundial] favorecen no los comportamientos económicamente más sanos, sino los orientados a conseguir nuevos préstamos". Quizá por ello Juan Pablo II prefiera hablar de “un deber de solidaridad” en lugar de clamar abiertamente por el la redistribución pública, que tan perniciosos efectos ha generado.
El proteccionismo mata
Juan Pablo II también critica otro de los nefastos ejemplos de intervención económica: el proteccionismo. Así, sostiene que "una nación que cediese, más o menos conscientemente, a la tentación de cerrarse en sí misma, olvidando la responsabilidad que le confiere una cierta superioridad en el concierto de las naciones, faltaría gravemente a un preciso deber ético", y más adelante plantea como imprescindible "la reforma del sistema internacional de comercio, hipotecado por el proteccionismo y el creciente bilateralismo".
El proteccionismo occidental empobrece, pues, al Tercer Mundo con su nefasta política comercial. El Papa apunta suficientemente a los culpables: "[No] podemos soslayar la responsabilidad de las naciones desarrolladas". Efectivamente, todo el entramado de la Política Agraria Común (PAC) constituye una de las principales causas de la persistencia de la miseria en el Tercer Mundo.
Los controles de natalidad atacan la libertad humana
Asimismo, Juan Pablo II critica los argumentos maltusianos que fundamentan la pobreza en el crecimiento demográfico. De ahí que denuncie "las campañas sistemáticas contra la natalidad, por iniciativa de sus Gobiernos", por suponer "una falta absoluta de respeto por la libertad de decisión de las personas afectadas". Y es que "no está demostrado siquiera que cualquier crecimiento demográfico sea incompatible con un desarrollo ordenado"; es más, estas campañas políticas son "indicio de una concepción errada y perversa del verdadero desarrollo humano".
Efectivamente, como recuerda George Reisman, "el crecimiento de la población implica una división del trabajo más intensiva, lo cual incluye un mayor tamaño de las especializaciones relativas a los nuevos descubrimientos y a su implementación en las técnicas y en los métodos productivos". En otras palabras, el crecimiento de la población permite ahondar en la división del trabajo, aumentar la productividad, emprender proyectos de mayor tamaño y multiplicar el número de genios. ¿O es que cuando se multiplica la población no se multiplican también las probabilidades de que aparezcan nuevos Einstein, Edison o Mises cuyas contribuciones beneficien a todo el género humano?
La crítica absoluta al Estado
Por último, aunque veladamente, Juan Pablo II emprende una crítica más genérica y profunda a los fundamentos mismos del Estado. En concreto, se califica como "estructuras de pecado" a las caracterizadas por "el afán de ganancia exclusiva" y "la sed de poder, con el propósito de imponer a los demás la propia voluntad".
En realidad, se trata de características redundantes. Sólo la imposición de la propia voluntad genera ganancias exclusivas. Hans Hermann Hoppe considera esta proposición una verdad autoevidente, pues "siempre que dos personas A y B participen en un intercambio voluntario, necesariamente deben esperar ambos un beneficio del mismo". De lo contrario, el intercambio, por ser voluntario, nunca se hubiera realizado.
Juan Pablo II parece coincidir con que el beneficio unilateral de un intercambio sólo es posible cuando éste es coactivo; así, señala que "ambas actitudes, aunque sean de por si separables y cada una pueda darse sin la otra, se encuentran indisolublemente unidas, tanto si predomina la una como la otra".
Huelga decir que la única estructura de poder capaz de imponer su voluntad al resto de individuos es el Estado. "Los obstáculos opuestos al desarrollo no son solamente de orden económico, sino que dependen de (…) valores absolutos”; valores dañinos, “un mal moral fruto de muchos pecados que llevan a estructuras de pecado".
En otras palabras, la pulsión socialista y de represión de la empresarialidad (el mal moral) cristaliza en estructuras de pecado (el Estado intervencionista) que se oponen al progreso económico. Coincide en este punto con Jörg Guido Hülsmann, para quien "no puede haber ningún gobierno que no se fundamente en una ilusión generalizada. Por lo tanto, la existencia de un gobierno y la generalización de los errores [económicos] a lo largo del tiempo van cogidos de la mano".
No sólo eso, sino que "las estructuras de pecado (…) se oponen con igual radicalidad a la paz y al desarrollo". O, en palabras de Bastiat: "Si las mercancías no pueden cruzar las fronteras [oposición al desarrollo], lo harán los soldados [oposición a la paz]".
Conclusión
La Sollicitudo Rei Socialis se aparta claramente de la línea intervencionista, de corte keynesiano, marcada por la Laborem Exercens. En cambio, apuesta por una mayor iniciativa económica de los individuos y achaca al Estado, a sus políticas redistributivas, proteccionistas, antinatalistas y, en definitiva, coactivas, el subdesarrollo y la pobreza en el Tercer Mundo.
EL PENSAMIENTO ECONÓMICO DE LA IGLESIA: Rerum Novarum (I) – Rerum Novarum (y II) – Laborem Exercens.