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UN DEBATE IMPRESCINDIBLE

Libertad, pobreza y caridad

Es difícil negar que la reducción de la pobreza acaecida en los dos últimos siglos en los países occidentales no tiene precedentes. Quizá por eso desde posiciones críticas al sistema se ha redefinido el mismo concepto de pobreza, que no se refiere ya a la imposibilidad de satisfacer las necesidades básicas, sino a la percepción de rentas muy inferiores a la media.  


	Es difícil negar que la reducción de la pobreza acaecida en los dos últimos siglos en los países occidentales no tiene precedentes. Quizá por eso desde posiciones críticas al sistema se ha redefinido el mismo concepto de pobreza, que no se refiere ya a la imposibilidad de satisfacer las necesidades básicas, sino a la percepción de rentas muy inferiores a la media.  

Llamando pobreza a lo que es desigualdad se ha querido encubrir que en los sistemas en los que funciona el libre mercado el porcentaje de pobres, entendido como personas que no pueden cubrir por sí mismas sus necesidades vitales, es espectacularmente bajo.

También sucede que estos pobres reciben habitualmente prestaciones tanto por parte de administraciones públicas como de entidades privadas, muchas de ellas de carácter religioso. En nuestras sociedades, la tolerancia ante las situaciones de pobreza extrema es muy reducida. Si bien es cierto que a muchos les basta con no ver el problema, también lo es que existen redes de atención que proporcionan alimento y abrigo a la práctica totalidad de la población que carece de ellos. Aunque la presente crisis cuestionará, sin duda, este modelo.

Es por ello curioso que con frecuencia se rechacen conceptos como capitalismo y libre mercado con el argumento de que son sistemas e ideologías que favorecen a los ricos. Hace unos años, un conocido catedrático de Economía propuso y consiguió, por mediación de las organizaciones patronales, que Televisión Española –la única existente entonces– programase la famosa serie de Milton Friedman Libertad de Elegir. Lo curioso es que, según me contó el citado catedrático, las organizaciones empresariales impusieron que la serie se acompañase de un debate plural, por considerar que abogaba por un liberalismo demasiado radical.

No es extraño: los grandes empresarios –y más sus organizaciones– suelen ser contrarios a ampliar el libre mercado, porque cuanto más libre sea la competencia, más tendrán que luchar para mantener sus posiciones. En realidad, lo más característico del capitalismo no es la existencia de ricos –que hay en todo tiempo y lugar–, sino la reducción de la pobreza.

Pese a lo expuesto, está extendida en la población la idea de que el libre mercado produce pobres o, como se dice con frecuencia, excluidos. La idea es peculiar. Primero, porque tanto la historia como la economía comparada muestran que la libertad económica permite salir de la pobreza a la mayoría de la población. En segundo lugar, porque el sistema de libre mercado implica el libre intercambio de bienes y servicios. En este intercambio, por definición, ambas partes ganan, pues el intercambio acaece cuando la utilidad de lo que obtienen es mayor que la del bien o servicio que prestan. Por tanto, son las trabas al libre mercado las que pueden producir, y de hecho producen, pobreza.

Sin embargo, bajo los más variados pretextos, incluida la supuesta protección a los más débiles, se crean regulaciones y mecanismos de intervención que garanticen la asistencia a los que son excluidos del sistema.

Lo paradójico de esta postura es que la mayoría de los pobres son producto de esa misma intervención. La existencia de regulaciones, trabas e impuestos a la actividad económica tiene como natural efecto una menor prosperidad. Ello repercute negativamente en toda la población, pero con especial virulencia en las capas económicamente más débiles.

Hablábamos antes del muy relativo concepto de pobre. Es evidente que muchas personas obtienen ayuda, en diversas formas, de familiares, amigos y organizaciones asistenciales de su entorno. Independientemente de las causas de la pobreza, es lógico que la capacidad de esos familiares, amigos y organizaciones de atender al necesitado no sea ajena a la prosperidad económica. Las trabas a la actividad económica no solo crean pobreza: también limitan la capacidad del resto de la población de encargarse libremente de tales situaciones.

Esto nos lleva a una de las cuestiones más interesantes, y quizá menos estudiadas, de la intervención estatal. Ésta es, a mi juicio, el efecto perverso que tiene en la asistencia privada.

Tendemos a identificar la acción privada como la que atiende intereses egoístas, y la pública con la que tiende al bien común. Ello es falso por muchos motivos. No comentaré en este artículo la lógica del funcionamiento del Estado, que tiende a responder a intereses de grupos organizados y a la de los políticos que lo manejan. Pero me interesa resaltar la evidencia de que muchas personas dedican tiempo y dinero a ayudar a los que lo necesitan, más allá de su entorno familiar o social. Cuando las personas actúan libremente, buscan satisfacer sus propios intereses. Pero entre estos intereses está, con frecuencia, el de ayudar al prójimo. La compasión –concepto casi tan desacreditado como el de caridad– es una actitud persistente en el ser humano. Y resulta curioso que la ayuda voluntaria y desinteresada al prójimo, tan efectiva y eficiente, sea rechazada a veces con virulencia desde posiciones socialistas. "No es caridad, es justicia", suelen decir. Gran error.

Hemos señalado anteriormente que los trabas a la actividad económica dificultan la asistencia privada en la medida en que reducen la prosperidad de los que podrían prestarla. Pero también tiene un claro efecto desincentivador. La asistencia pública se hace con dinero público, esto es, obtenido mediante impuestos. Se obliga, pues, a las personas no a asistir a aquellos que tienen peor suerte que ellas, sino a hacerlo de una manera concreta: pagando una parte de sus salarios y delegando tal asistencia en quien el Estado decida.

No es extraño que, especialmente en Europa, muchos ni siquiera se planteen contribuir a ayudar a los necesitados por considerar que es una competencia estatal y que está suficientemente cubierta. Se piensa también que si el Estado no atiende a los más necesitados, estos perecerán o empeorarán su situación. Eso no es solo demostrablemente falso, sino que atrapa a los dependientes en las redes del Estado e inhibe a los ciudadanos de poner en práctica anhelos tan humanos y naturales como el de ayudar al prójimo de la manera en que estimen mejor.

El resultado es también ideológico: la caridad es uno de los conceptos más desacreditados de nuestra cultura. No tiene, de hecho, cabida en el debate político, en el que solo está permitido hablar de solidaridad y de derechos sociales. Se ha producido, en la práctica, una expropiación de la caridad, que solo es estimada y estimable si se ejerce de forma coactiva a través del Estado.

El debate sobre la caridad privada y la asistencia social no debería obviarse. Especialmente en este país y en este tiempo.


twitter.com/AsisTimermans

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