Pregonaron a los cuatro vientos que su preocupación esencial estribaba en mejorar la situación de los más "débiles", y por eso necesitaban todo el poder posible, con la única intención de "equilibrar" la balanza social.
La realidad objetiva es universalmente conocida: genocidios, hambrunas terribles –muchas veces provocadas ex profeso–, ejecuciones sumarias y dictaduras feroces. Cuando finalmente cae el velo que cubre tanto oprobio las personas se horrorizan y se indignan. Y no logran comprender cómo es posible que esos líderes hayan sido inmensamente populares en sus respectivas épocas. No obstante, lo preocupante es que la gente no termina de vislumbrar los mecanismos que conducen a tales tragedias humanas. Y mientras perdure esa ignorancia se producirán horrores similares.
Aunque al lector le sorprenda, el único antídoto eficaz contra cualquier tipo de exceso es el mercado libre. Es un hecho que la protección del hombre corriente frente a los atropellos de otros individuos, especialmente los procedentes del poder político, es el Estado de Derecho.
La lucha por la "libertad" se inició durante la Baja Edad Media en las ciudades mercantiles de Flandes e Italia septentrional. Por eso el código de comercio es el código de la vida que palpita en libertad. La libertad comenzó siendo un privilegio que los burgos de las regiones mencionadas compraron a los reyes para defenderse de la expoliación y el despotismo de los señores feudales.
La conquista de las libertades políticas y el reconocimiento de los derechos humanos fueron la consecuencia inevitable de la lucha por la libertad económica. No a la inversa, como se suele creer.
En un mercado libre hay poco espacio para la arbitrariedad de los funcionarios estatales. Por lo tanto, constituye una defensa natural contra las represalias políticas. Al mismo tiempo, son menos las oportunidades para que la corrupción se expanda. Por el contrario, el totalitarismo es la expresión máxima de la falta de libertad económica. Y el autoritarismo es su fase intermedia.
En el Uruguay, desde hace un siglo tenemos un socialismo instalado, dirigista y controlador. La totalidad de las grandes empresas son estatales. Como lógico corolario, los impuestos, las tarifas públicas y la burocracia son monstruosos.
Hoy nos gobierna un partido cuya base de sustentación han sido los sindicatos de funcionarios públicos. Resulta paradójico que su ascenso al poder se haya debido en gran medida a una crítica constante al clientelismo, la ineficiencia y la escasa transparencia de la administración estatal, al tiempo que defendía irrestrictamente los intereses corporativos del estamento público, para preservar privilegios largamente establecidos. El principal de ellos es la inamovilidad.
Según los últimos datos oficiales, entre mayo y julio de este año se perdieron 8.500 puestos de trabajo en el Uruguay. Eso significa una disminución del 0,4 % en la tasa de empleo. A pesar de ello, el Gobierno considera que a los empresarios se les "acabó la jodita" en las relaciones laborales, como consecuencia de las mejoras obligatorias de sueldos, que surgieron de las "negociaciones" de los Consejos de Salarios. Pero la presidenta de la Confederación Empresarial del Uruguay declaró que "muchas empresas van a desaparecer y se va a incrementar el desempleo", dado que "presentan dificultades para asumir" los aumentos exigidos.
Mostrando un desprecio total por la suerte que puedan correr los empleados del sector privado, un destacado dirigente sindical del sector público manifestó que la empresa que no pueda soportar ese incremento salarial "va a tener que cerrar y no estar abierta en función de la explotación a los trabajadores".
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