Ese don es la libertad, la facultad de poder elegir dentro de un amplio abanico de alternativas, según sus necesidades, deseos y responsabilidades; también según sus sueños y caprichos.
En la medida en que el hombre fue progresando cerebralmente, en el largo y admirable proceso de su formación como especie inteligente, el abanico de sus alternativas fue ampliándose, respondiendo a un desarrollo mental y material que no se ha detenido, como en las otras especies. De manera que el hombre, hoy, a inicios del siglo XXI, con un grado medio de nivel cultural y desarrollo económico, dispone de un rango de posibilidades para elegir infinitamente más rico que aquél de que pudo disponer en todo tiempo anterior.
El estudio del don de la libertad, don que representa y es la realidad del pensamiento humano, nos lleva a concluir que el ser libre, o libertario, o liberal, no es una posición ideológica o filosófica, sino algo más profundo, vinculado esencialmente al cerebro humano, o sea al órgano definidor de la especie. Es, en efecto, una realidad que surge de la mente humana, en cuanto ésta es la única que concibe y ejerce la libertad; de manera que el pensamiento liberal, más que filosofía, ideología, educación o enseñanza, es una verdadera función cerebral natural, que se agiganta en proporción al grado de cultura y posibilidades materiales del individuo y al continuado ejercicio de la propia libertad.
Es tan condicionante la relación entre ser humano y libertad, que si todos los hombres desapareciesen se extinguiría la libertad, ya que no habría quien la necesitase ni la ejerciese. Desaparecida la libertad, por otra parte, desaparecerían simultáneamente los hombres, para convertirse en mentecatos.
El individuo primitivo o inculto ejerce un rango de libertades muy limitado, y lo hace de manera mecánica o rutinaria. Con la cultura, la reflexión y la madurez intelectual comienza el hombre a tener conciencia de ser el titular exclusivo de ese maravilloso don de la especie: su libertad personal e intransferible. Lucha entonces por gozarla, conservarla y ampliarla, y se ve impulsado a vivir cada vez con más conciencia de su trascendental valor, porque comprende que ella condiciona su progreso cultural y su autonomía de pensamiento. Tiende, entonces, a ser celoso en su defensa, siempre con mayor vigor y convicción.
Es entonces cuando el hombre culto comprende que sin libertades no existiría como individuo y cuando entiende la obligación de librar una lucha diaria contra las opresiones internas y externas. Conciente de ello, y con placer liberador, como en un verdadero nacimiento de sí mismo, se decide a abandonar dogmas, creencias irracionales, fundamentalismos, artículos de fe, utopías de negación del individuo, porque sabe que limitan el potencial de ejercicio y desarrollo de su pensamiento, su libertad personal y sus posibilidades racionales.
Sólo lo detienen los indispensables límites que resguardan la libertad de los demás, sus responsabilidades éticas, el respeto al derecho ajeno y la obediencia de las normas constitucionales y legales, que se suponen democráticas y sin las cuales, por otra parte, ninguna forma de vida civilizada es posible.
Después de estas reflexiones se concluye también que no hay, no puede haber, humanismo ni civilización humana fuera del pensamiento liberal. Este pensamiento ha sido el creador de la civilización occidental, en las sucesivas épocas y lugares de su accidentado y fecundo tránsito histórico: en Grecia, su cuna indiscutida, en los cinco siglos de la República Romana, en el Renacimiento italiano y la Ilustración escocesa, en las Revoluciones americana y francesa, en la impetuosa Revolución Industrial capitalista, que ha transformado el mundo, y en la economía de mercado globalizada de nuestros días.
Todo lo anterior es producto del pensamiento liberal, o sea de la libertad del individuo humano, sin la cual tampoco habría habido arte, ciencia, ni tecnología.
Decir que el liberalismo ha traído atraso y miseria es entender la historia al revés y desconocer la esencia del ser humano: su libertad, que es también, como podemos concluir, su infinito poder de creación y progreso.
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Tito Livio Caldas, presidente del Instituto Libertad y Progreso (Bogotá).