Esas interpretaciones ocultan la revolución liberal que se inició en 1808 y que tuvo su momento culminante en las Cortes de Cádiz y en la Constitución de 1812, que, es preciso recordar, se convirtió en la vanguardia liberal de Europa durante decenios.
El propósito de aquellos liberales españoles era claro. Ya decía Chateaubriand que atacar a Napoleón en nombre de cosas pasadas, "acosarlo con ideas muertas", equivalía a "prepararle nuevos triunfos". A Napoleón sólo se le podía combatir, agregaba, con algo más grande que él: con la libertad. Y eso, precisamente, fue lo que hicieron los liberales españoles: convertir la guerra en una revolución para el establecimiento de un régimen liberal y constitucional con un proyecto político más avanzado incluso que el afrancesado.
Éste es, precisamente, el objetivo de mi más reciente libro, titulado, precisamente, Liberales de 1808: recuperar, analizar y narrar la trayectoria y el proyecto de aquellos liberales, desde el levantamiento del Dos de Mayo hasta el golpe fernandino de 1814. Me refiero a gente como Jovellanos, Quintana, Blanco White, Argüelles, Isidoro de Antillón, Flórez Estrada o el Conde de Toreno, liberales de todo el país, de Santiago de Compostela a Cádiz, de Badajoz a Gerona, de Vitoria a Zaragoza, que se preocuparon por dar a España un régimen constitucional para la libertad.
Los liberales de 1808 creían en una nación que, como decía el vasco Valentín de Foronda, era todo el pueblo español. Una nación sin privilegios jurídicos estamentales, dotada del poder para constituir su propio Gobierno e impedir toda tiranía. La nación era, como escribió el vallisoletano Juan Nicasio Gallego, el conjunto de los hombres libres, regidos por unas leyes creadas por ellos mismos.
Hablaban de una patria no limitada al lugar de nacimiento, sino vinculada a los derechos individuales, a la libertad. Y es que sin libertad no hay hombres, sino vasallos, y los vasallos no tienen patria, sino señor. Por eso Álvaro Flórez Estrada escribió aquello de: "Sin libertad no hay patria". Por eso Argüelles exclamó, con la Constitución de 1812 en la mano: "¡Españoles, ya tenéis patria!".
Los liberales de 1808 estaban convencidos de que la tiranía era la causa de la decadencia, el origen del empobrecimiento completo de la sociedad, y de que la regeneración de la patria pasaba por la libertad, la libertad constitucional. En esto, precisamente, consistía el patriotismo liberal que sostuvieron aquellos hombres, en la lucha por convertir la española en una nación de ciudadanos libres e iguales.
Los liberales vieron que la nación se había levantado en 1808 para retomar su soberanía, que las autoridades habían dejado caer, y, con un sentido plenamente nacional, todas las regiones se empeñaron en impulsar la creación de un Gobierno central y en reunir las Cortes.
A pesar de que se formaron juntas provinciales prácticamente independientes, el sentimiento nacional español era incuestionable. La comparación con el caso de la América española no deja lugar a dudas: la formación de juntas en las colonias propició la exaltación de unos sentimientos y de unas identidades nacionales particulares. No ocurrió lo mismo en ninguna región española. Tampoco hubo un solo grupo local con los resortes de su Junta de Gobierno que pretendiera construir o exaltar una identidad distinta a la española para segregarse del resto del país. Por el contrario, la idea de la existencia de un problema común –la invasión y la usurpación– que había que resolver conjuntamente –la guerra, Fernando VII como rey legítimo y las Cortes– señalan la existencia de un sentimiento y una identidad nacionales.
Los liberales españoles, y con ellos el resto del bando patriota, daban por hecho que la nación existía antes de 1808. El catalán Antonio de Capmany y Montpalau escribe entonces que los españoles "hace dos mil años que mantienen este nombre" y "componen una sola nación independiente y libre".
Políticamente, España había sido una nación de vasallos, como el resto de las europeas. Sin soberanía ni capacidad para influir en la legislación, la nación, aun consciente de su existencia, carecía de poder político. La nación española no nació, por tanto, en 1808, ni en 1812; simplemente cambió su condición política y pasó a constituirse en nación de ciudadanos. No fue un paso inmediato, pero sí irreversible, al que se opusieron los enemigos de la libertad.
No obstante, y como la filósofa alemana Hannah Arendt escribió en referencia a la Revolución Americana, es preciso distinguir la "empresa de la liberación" de la "fundación de la libertad". La empresa española comenzó cuando un grupo de liberales vio en el levantamiento de 1808 la ocasión propicia para hacer la revolución y fundar un régimen de libertad, régimen que finalmente echó a andar con la Constitución de 1812.
El texto de Cádiz fue un aldabonazo para las conciencias reaccionarias españolas y europeas, no por su radicalidad, sino por su capacidad de movilización y sus aspiraciones. Era un texto templado, fundado en la tradición española y en las experiencias constitucionales francesa y norteamericana, pero era a la vez excesivamente reglamentista, prolijo, con detalles que lo hicieron inviable.
Útil como mito para la movilización política, como símbolo de la libertad, la Constitución de 1812 quedó desplazada por la fuerza doctrinal e inspiradora de su extenso Discurso Preliminar, obra, en gran parte, de Agustín de Argüelles. En él se reúnen las ideas liberales sobre las que ha girado y gira la vida política española, es decir, la soberanía nacional, los derechos individuales, la separación de poderes, el parlamentarismo, la Constitución como resultado de la voluntad nacional; asimismo, hace referencia al papel de las Cortes y del Rey.
El Discurso Preliminar de Argüelles es, por tanto, el verdadero legado de aquellos a los que Quintana llamó "fundadores de la libertad en España", el origen de la aspiración a una nación de ciudadanos libres e iguales, aspiración por la que lucharon aun a riesgo de sus vidas. Ésta es la gran herencia de aquellos liberales a la España de hoy.
La Guerra de la Independencia no fue, en consecuencia, una simple restauración, ni un instrumento para la construcción artificial y engañosa de conceptos reaccionarios, sino que constituyó la revolución liberal española. Ya lo dijo Jovellanos:
[España] lidia por sus propios derechos, derechos originales, sagrados, imprescriptibles, superiores e independientes de toda familia o dinastía. España lidia por su religión, por su Constitución, por sus leyes, sus costumbres, sus usos, en una palabra, por su libertad, que es la hipoteca de tantos y tan sagrados derechos.
Por otro lado, fue un conflicto con consecuencias terribles. La mortalidad alcanzó cotas jamás vistas en nuestro país, ni siquiera en la guerra civil del siglo XX. Los estragos en la economía y en la red de comunicaciones fueron igualmente formidables. En lo relacionado con el patrimonio artístico, al pillaje y la destrucción se sumaron los regalos a los ingleses, en agradecimiento a su colaboración en la lucha contra el francés. Con todo, la consecuencia más dañina fue la imagen que los españoles se forjaron de sí mismos, una imagen creada en el exterior y alimentada en el interior por los que veían y ven en la Guerra de la Independencia un movimiento reaccionario de un pueblo inferior situado al margen de la modernidad europea. Se trata de esa visión negativa de lo español que ha encontrado un altavoz eficaz en cierta política y en cierta historiografía.
A pesar de esto, no debemos olvidar que la Guerra de la Independencia es el gran acontecimiento de la contemporaneidad española. Fue entonces cuando se fijaron los pilares en torno a los cuales se ha desarrollado la vida política del país: la nación como sujeto político soberano, el patriotismo ligado a la libertad y el constitucionalismo... Y quienes los fijaron fueron los liberales, frente a los enemigos de la libertad de dentro y fuera del país.
El reconocimiento de este legado de los liberales de 1808 y 1812 nos saca del pozo de los complejos. Eso es lo que, modestamente, he tratado de hacer en mi libro.
NOTA: Este artículo es una versión editada del discurso que JORGE VILCHES pronunció, el pasado 26 de mayo, durante la presentación de su libro LIBERALES DE 1808.