Ambas imágenes son complementarias, y a mi juicio es muy importante reivindicarlas en unos tiempos como los que corren, en que tendemos a enjuiciar el descubrimiento, la conquista y la evangelización del Nuevo Mundo desde los chatos y obtusos criterios de una Modernidad hipócrita en los que todas las civilizaciones están en un absoluto pie de igualdad. Me refiero, claro está, a las civilizaciones del pasado, porque ya sabemos que, entre las civilizaciones contemporáneas, todas son pura barbarie menos la democracia neoliberal que el nuevo Imperio de Occidente impone a trancas y barrancas a diestra y a siniestra. Si esa igualdad de civilizaciones fuera auténtica, tendríamos un poco más de respeto por la islámica, por ejemplo, y a la vez seríamos capaces de defendernos de ella con más eficacia. Ya dice el refrán que "cada uno en su casa y Dios en la de todos".
En otros tiempos no sé si era así; el caso es que nadie dudaba en Occidente del deber de civilizar al "bárbaro" o al "salvaje". Eso es lo que hizo Roma con Hispania y lo que España hizo con América. Hay sin embargo quien, desde la "corrección política", se resiste a equiparar ambas civilizaciones alegando que la romana suscitó la adhesión espontánea y entusiasta, mientras que la hispánica se impuso a sangre y fuego. Al árbol hay que ir por sus frutos, y el hecho es que Hispania se romanizó a fondo a pesar de la resistencia tribal de Viriato o de Numancia, como las Indias occidentales se hispanizaron a pesar de Lautaro o de Tamanaco. Otro hecho fue que Roma tardó dos siglos en someter a la península ibérica y España conquistó todo un continente en obra de pocos años. Que Roma tenía una civilización superior a la de las tribus celtibéricas era cosa que nadie puso en duda hasta ahora, como hasta el siglo XX nadie ponía en duda que los Imperios neolíticos de Méjico o el Perú estuvieran en punto a civilización muy por debajo de la Europa del Renacimiento. Digo bien la Europa del Renacimiento porque fue a esta Europa a la que, como recordó Octavio Paz, España incorporó a América. Esa América ha dado en apellidarse "latina" desde el siglo XIX por mero prurito antiespañol, pero es que da la casualidad de que fue España la que le confirió la única "latinidad" de la que debería ufanarse. Don José de la Peña decía también, con toda la razón del mundo, que eso del "descubrimiento de América" era un chiste, ya que "América" no fue descubierta sino, como dijo el mejicano O’Gorman, "inventada". Lo que fue descubierto fue un Nuevo Mundo. Y si "descubrir América" es un chiste, nada digamos de apodarla "latina", que no es que sea un chiste, sino una broma, y una broma pesada. Porque una de las características de la llamada "América latina" es no ya su desconocimiento, sino su desinterés por el latín, y en ese sentido cabe decir ya que la madre patria no le va a la zaga, pues también aquí la revisión progresista de la Historia pasa por la eliminación de las Humanidades en los planes de estudio. Un ministro hubo tan progresista que llegó a decir que había que suprimir la enseñanza del latín y las matemáticas de los planes de estudio, ya que frustraban el ideal igualitario, puesto que el que era capaz de dominar estas disciplinas se sentía superior a los que no podían con ellas.
A mí no me duelen prendas a la hora de reconocer la superioridad de aquellos compatriotas que son capaces de remontarse a los orígenes más nobles de la cultura y la civilización hispánicas. También los envidio, con esa envidia que es tan difícil de deslindar de la admiración. Quiero aclarar que por compatriotas entiendo los que en las Cortes de Cádiz se llamaron "españoles de ambos hemisferios", y uno de esos compatriotas fue, por ejemplo, don Alfonso Reyes, vivo ejemplo del mestizaje entre las culturas prehispánicas y la latinidad llegada de Ultramar. Para mí no es Alfonso Reyes muy distinto de Séneca o de Lucano. Todos son hijos de la Roma quadrata impuesta en la península ibérica por las legiones de Escipión y de César y en el continente americano por los soldados de Cortés y de Pizarro. Cuando Lucano escribió la Farsalia, se hablaba una misma lengua en Córdoba y en Roma, como hoy se habla una misma lengua en Méjico y en Madrid. Ni Lucano ni Reyes escribieron en una lengua impuesta ni en una lingua franca, sino en su lengua materna. No niego que el latín fuera para muchos pueblos de la Antigüedad una lingua franca como lo fue el griego y como hoy lo es el inglés o como, en la Europa de entreguerras, lo fue el alemán o el francés para los naturales de naciones de lenguas muy minoritarias. Una de éstas era el rumano, y precisamente en Méjico hubo no hace mucho un congreso de escritores "latinos" en una especie de Hogar del Escritor Perseguido al que acudieron intelectuales rumanos. No me atreví a preguntarle a mi informante, una mejicana progresista, si el idioma en que se entendieron los congresistas fue el latín.
Pierre Grimal se maravilla de que en el lapso de unos siglos, la lengua de los campesinos del Lacio se convirtiera en uno de los más eficaces y duraderos instrumentos del pensamiento que la humanidad haya conocido. Yo, personalmente, cada vez que he tenido que dar cuenta de mi oficio de poeta, de mi trabajo con el idioma, de la formación de mi estilo, he invocado la importancia que para mí ha tenido el haber servido en la Marina y el haber estudiado Derecho. Y es que en un buque cada cosa tiene su nombre y no se admiten generalizaciones ni vaguedades, y en Derecho cada palabra ha de tener un significado inequívoco o una pérfida intención polisémica. Pues bien, esa lengua del campesino latino, al pasar de ser hablada a ser escrita, tiene su primera expresión en fórmulas jurídicas, en principios que se aprendían de memoria antes de grabarse en bronce o en mármol, de ahí que quepa decir que uno de los frutos de esa maravillosa construcción que fue el Derecho Romano fue el lenguaje poético.
Dice Ludwig Bieler, en su Historia de la literatura romana, que ésta se le presenta al crítico moderno "como un campo de ruinas, del que sólo acá y allá destaca algún monumento incólume o poco dañado. De entre los cerca de ochocientos autores de la antigüedad latina cuyos nombres conocemos, apenas una quinta parte nos habla desde al menos una obra conservada; de la mitad aproximadamente tenemos fragmentos que nos permiten un juicio literario; los demás son simples nombres…La mayoría de las obras perdidas sucumbieron en la Antigüedad tardía." No voy a enumerar aquí las obras perdidas de los grandes poetas y grandes prosistas a los que tanto debemos, pero sí rendir homenaje con Grimal a la paciente labor de reconstrucción y restauración llevada a cabo por los que él llama arqueólogos del idioma: los filólogos. Una muestra de esta labor es la que Rocío Carande nos da en estos Fragmentos de poesía latina épica y lírica, de los que yo sólo puedo admirarme de la minuciosidad con que está recuperada cada tesela, cada fíbula, cada trozo de columna, cada torso de mármol. Esa arqueología lingüística viene además expresada en un castellano ejemplar, a través del cual nos llega con toda intensidad la fuerza poética del verso trunco, del aforismo lapidario, de la invectiva maliciosa, de la arenga encendida en que consisten estos brillantes y sugestivos fragmentos. Muchos de ellos son apenas una breve pincelada y hacen pensar en los hai-ku japoneses, y es todo lo que se conserva de sus autores; otros son más completos y conocidos, como el célebre Animula, blandula, vagula del emperador Adriano, cuya atribución por otra parte no es demasiado segura; otros son fragmentos de autores que tuvieron la fortuna de llegar a la posteridad con obras importantes: Cicerón, Ovidio, Virgilio, Catulo; otros en fin, como Albinovano Pedón, amigo de Ovidio, admirado por Marcial, son dignos de memoria por un solo fragmento transmitido por Séneca el Joven, en el que describe con un lenguaje lleno de fuerza y de misterio la navegación de Germánico por los mares boreales.