Las leyes se aplicaban en función del estamento al que perteneciera cada cual, mientras que ciertas actividades económicas y oficios estaban vedados para el grueso de la población. Tales labores podían ser realizadas sólo por los miembros de unas corporaciones legalmente favorecidas. Para colmo de males, el despojo patrimonial –impuestos y confiscaciones arbitrarias mediante– era la regla general.
Con el advenimiento de la Ilustración, el concepto de justicia se hizo inequívoco: se proclamó que lo moralmente correcto era la igualdad ante la ley y "dar a cada uno lo suyo".
Los postulados liberales comenzaron de la mano de John Locke, y se propagaron rápidamente por el mundo occidental. La doctrina probó ser buena no sólo en el plano de las ideas, sino en el de los hechos: el nivel de vida de la gente, de toda la gente, con independencia de su extracción social, mejoró increíblemente.
La situación se enturbió en el siglo XIX... y hasta ahora. Y es que en el mismo momento en que entraban en una etapa de prosperidad generalizada, las sociedades occidentales comenzaron a poner en cuestión sus propias bases.
El socialismo pronto se pervertiría. Fue a partir de Marx que se convirtió en una práctica contraria al concepto clásico de justicia; irónicamente, en nombre de lo "auténticamente" justo. ¿Por qué? Porque estableció el paradigma de que lo justo debía ser impuesto por medio del aparato estatal de coerción y compulsión. Todas las variantes del socialismo posteriores a Marx están, en mayor o menor grado, contaminadas de marxismo.
Resulta una gran ironía que desde entonces se consideren justos los rasgos del Antiguo Régimen. Lo único que varió fue el nombre: ahora se le llama "justicia social". Y entonces uno se pregunta si esos políticos tan entusiastas de las medidas socialistas son sinceros. Es decir, si creen de verdad que los privilegios corporativos, los monopolios estatales, las grandes burocracias y las cargas tributarias benefician al ciudadano corriente, o si más bien buscan confundir al personal con el fin de utilizar al Estado para perpetuarse en el poder y beneficiar a sus amigos.
Para salir de dudas hay que prestar atención a lo que hacen los Gobiernos. En mi país, Uruguay, el tránsito hacia el socialismo comenzó a principios del siglo XX; pues bien, desde hace varias décadas más de la mitad de la economía está en la órbita del Estado, y las cargas tributarias son abrumadoras.
En 1987 se aprobó la ley que permitía la creación de zonas francas, "áreas aisladas del territorio nacional donde se estimula la actividad económica a través de una normativa especial". Se trata de unos enclaves en los que no rigen los monopolios estatales y con unas políticas aduanera y fiscal distintas a las del resto del país. En ellas, los mercados operan en libre competencia. Ahora bien, para poder hacer uso de las mismas es necesario contar con una autorización gubernamental.
Allí impera el liberalismo. Allí las cosas funcionan. Si contamos con algo bueno y exitoso, ¿por qué sólo unos pocos privilegiados pueden beneficiarse de ello?
La existencia misma de las zonas francas representa una cínica admisión de culpabilidad por parte de los políticos.
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