El espejismo decimonónico consistente en creer que la fertilidad de la tierra puede ser el motor de una economía moderna —ésas en las que el sector primario, en el mejor de los casos, llega a representar un 7 por ciento del PIB— extrañamente aún deslumbra al imaginario colectivo hispano. Está tan arraigado que ni siquiera la imagen patética de Duhalde asegurando que “hay de todo, pero falta organización” consigue desterrarlo. Pero hay otro error conceptual más extendido todavía en los países latinos, un malentendido de consecuencias más desconcertantes: el de creer que basta con que existan la propiedad privada y los mercados para que una economía sea capitalista. Y tampoco la escena no menos patética del gobernador del Banco Central de Argentina secuestrando, antes de dimitir, los beneficios en dólares de las empresas privadas extranjeras que han invertido en el país, como Repsol, resulta suficiente para desmentirlo.
Ocurre que Estados Unidos, una sociedad organizada en torno a la idea de que los mercados deben ser completamente libres para asignar los recursos económicos, parece el ejemplo indiscutible del éxito del capitalismo liberal. Por el contrario, Argentina —y Venezuela y tantos otros países—, una sociedad organizada en torno a la misma idea de que los mercados deben ser completamente libres para asignar los recursos económicos, parece el ejemplo indiscutible del fracaso del capitalismo liberal. ¿Cuál es, entonces, la diferencia entre Estados Unidos y Argentina, y Venezuela y tantos otros países? Porque el mercado como institución social aflora constantemente por todos los rincones del planeta, pero la prosperidad económica sigue pareciendo un coto cerrado solo al alcance de los países occidentales. Y eso a pesar de que casos como el muy reciente de Enron demuestran que los incentivos para comprar en beneficio propio a los senadores del partido republicano de turno son iguales en todas partes. No obstante, unos siguen siendo estados prósperos y, los otros, cleptocracias míseras.
Pues, seguramente, la diferencia esencial radica en un gesto compulsivo que es consustancial a las elites latinoamericanas, un tic ritual que arrastran como un pecado original desde los procesos de independencia. Su expresión plástica son esas sonrisas que, en democracia, compran las mayorías electorales a base de transferir ingresos del conjunto de la población a esas bolsas de votantes. Cada uno de esos votos se tiene que pagar subiendo un impuesto, en una escalada que solo termina cuando el nivel de actividad económica cae en el mismo foso al que esas sonrisas abocan a los incentivos para trabajar y crear riqueza. Se trata de un tipo peculiar de economía política en la que la irresponsabilidad firma una alianza con el resentimiento social, y que sirve para conservar el poder a cambio de lastrar indefinidamente el desarrollo económico de los países.
Pero esa mueca forzada que es el populismo siempre transmite a todos los que la observan que no cree en el largo plazo. Y el tipo de actividad económica que diferencia a las naciones desarrolladas de las que no lo son implica realizar permanentemente inversiones que no van a ser rentables pasado mañana. Impone que las personas que intervienen en el proceso innovador tengan la certeza absoluta de que sus derechos de propiedad van a seguir siendo respetados en el futuro. Supone que todos los que participan de ellas tengan el convencimiento definitivo de que una instancia judicial independiente impondrá el cumplimiento forzoso de los contratos si alguna de las partes se niega a hacerlo. Porque si ese marco institucional no existe, o no es creíble, o carece de tradición, o está en precario por la presión del poder político, o es corrupto, o puede ser modificado en cualquier momento, entonces habrá comerciantes, se comprarán y venderán productos y servicios, pero nadie apostará en serio por el país embarcándose en actividades empresariales de verdad. Y los que quieran realizarlas se marcharán con su capital a donde esas instituciones sí funcionen, aunque las expectativas de beneficios sean menores.
La gran diferencia entre unos y otros es la barrera que una sociedad civil fuerte supone para las tentaciones populistas de la clase política. El populismo es una planta que no arraiga en los lugares con tradiciones democráticas muy consolidadas, porque la sociedad se resiste con éxito a ser parasitada por el Estado. No son terrenos proclives para ella porque allí la protección de las garantías jurídicas de los individuos impide que los gobiernos hipotequen los cimientos de las economías para sobornar a las mayorías electorales.
Chiche Duhalde organizando la distribución de la miseria en Tucumán es el contraplano inevitable de Eva Perón, unas décadas antes, organizando la destrucción de la capacidad de crear riqueza en Argentina. Igual que ese pobre orate uniformado que hoy perora en una plaza de Caracas también es la sombra grotesca de aquel CAP siniestro que se aupó sobre las excrecencias del mito de la riqueza de la tierra. Son los actores secundarios que se han quedado encerrados en el callejón del Gato de la penúltima escena del esperpento populista latinoamericano.