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TEORÍA POLÍTICA

Las dos Españas

Lo que hoy diferencia a las izquierdas y a las derechas españolas, más allá de su oportunismo electoral, generalmente inspirado en los modernos augurios («la pancarta» de la secta izquierdista que controla al gobierno; «los resultados económicos» del partido centrista apolítico), es una actitud polarmente opuesta ante el enfrentamiento de las dos Españas.

Lo que hoy diferencia a las izquierdas y a las derechas españolas, más allá de su oportunismo electoral, generalmente inspirado en los modernos augurios («la pancarta» de la secta izquierdista que controla al gobierno; «los resultados económicos» del partido centrista apolítico), es una actitud polarmente opuesta ante el enfrentamiento de las dos Españas.
Para las izquierdas actuales, que han hecho suya –pasándola por el historicismo marxista– una pseudohistoria nacional cristalizada en el siglo XIX, hay dos Españas, las cuales, como Cástor y Pollux, rivales ya en el seno materno, se combaten secularmente. Para la izquierda española, hoy despolitizada –su programa «político» es una pseudorreligión de salvación («caridad forzosa», «matrimonio homosexual», «alianza de civilizaciones»)–, hay una España que representa el Progreso y en la que cree poder reconocerse. Que el izquierdismo carezca entre nosotros de referencias históricas precisas y, con muy raras excepciones, de dignos patrones intelectuales no supone mayor problema para sus adictos, los zen-utrios, pues el Progreso es algo abstracto y sólo la secta está en el secreto. Decía Fernández de la Mora, un talento español desaprovechado por sus compatriotas y maltratado por la derecha, que la tragedia de nuestra izquierda había sido importar a Krause y no a Hegel, a Proudhon y no a Marx. La inanidad intelectual del izquierdismo español, dejando a un lado a algunos maestros krausistas que, en realidad, nada tenían que ver con aquellas fantasías deletéreas de El ideal de la humanidad de Krause y Sanz del Río, está fuera de discusión... Mas si poco aportó el krausismo a la filosofía política, menos todavía cabe esperar de sus bisnietos, los zen-utrios, beneficiarios sin embargo de la mayoría de sinecuras culturales del régimen.
 
La secta izquierdista, como en otro tiempo su rival, el partido de la tradición, tiende a ver en la historia de España como un pulular de «demonios familiares» nunca definitivamente exorcizados. Germanos y bereberes, clericales y anticlericales, liberales y serviles, castizos y europeizantes, nacionales y rojoseparatistas, en suma, España y Antiespaña. En los periodos de paz política, estas contraposiciones de todos conocidas suelen adquirir un aire literario, incluso poético. Los intelectuales, que en España suele ser una casta de gente muy frívola, bromean entonces sobre las guerras de sus antepasados, enterradas por fin en el sepulcro del Cid. Los más leídos, creyéndose intrépidos, evocarán incluso los tiempos mejores de un activismo excluido en lo sucesivo por el normal desenvolvimiento de las instituciones. «¡Qué bella es la República bajo el Imperio!» Mas sucede que una vez agotado el ciclo, como acontece, inexorablemente, a todo régimen, la izquierda española, adolescente eterna, suele negarse a aceptar sus errores; prefiere esquivar sus responsabilidades, aunque para ello tenga que darle la espalda a la realidad. Se concentrará entonces en la revocación de las reglas del juego, decisión a la que se condena a los otros «a estar y pasar». Así, el izquierdismo español ha ido arruinado, uno tras otro, todos los intentos de estabilización nacional ensayados desde la II Restauración borbónica, la alfonsina. En el último momento, cuando todavía es posible la concordia, los tribunos de las izquierdas aventan la lucha eterna entre «dos conceptos de España» –así hablarán, en efecto, los demagogos que nunca tuvieron ideas propias–. Abocan pues a la nación a una política de tierra quemada. Es Largo Caballero imponiéndose a Besteiro. Excusados por la pureza del origen –obsesión que suele incriminar a quienes la propalan–, no dan por perdidas las batallas del pasado contra el temido enemigo, la Reacción. Así, a la menor ocasión, reescriben la historia, injuria mayor a los muertos que, tal vez, a ambos lados de la línea, tuvieron razones y sinrazones para matarse que merecen ser respetadas. La falsificación de la historia, convertida en programa político, es un pecado de lesa patria y, en última instancia, una traición a la verdad.
 
Durante mucho tiempo, también la derecha hispánica estuvo acostumbrada al patrón de una historia maniquea en la que el Ángel, en el último momento, se imponía a la Bestia. Gesta Dei per hispanos. Aquel combate era consustancial a su providencialismo católico. Mas las duras pruebas a que la nación fue sometida durante el siglo XIX –liquidación del poderío naval; guerra civil entre españoles peninsulares y criollos, ruina del Imperio; guerras dinásticas entre isabelinos o, más tarde, alfonsinos y carlistas; expulsión del hemisferio occidental y pérdida de las posesiones australes–, transformaron a la derecha. Aunque se suele pasar por alto, el fracaso político de los españoles y la decadencia de su nación tiene su causa última en su deficiente «estatificación». El éxito de la política de unidad de los Reyes Católicos, lo que se ha llamado la «prematuración» de España, evitó la guerras de religión que en el siglo XVI arrasaron Francia, pero así mismo impidió la constitución de un verdadero «Estado moderno», por definición neutral y fuerte. A trancas y barrancas, Canovas del Castillo rubricó en 1876 la primera «política de Estado» en España. Una dictadura comisaria ensayó, sin éxito, apuntalar en 1923 el edificio ruinoso de la monarquía. España se desdobla nuevamente en dos espectros: uno de ellos benéfico, invocado por el partido del orden, y otro vil, la Antiespaña. Los viejos odios, que nunca debieron eternizarse, fueron avivados irresponsablemente. Se proclama la República sin graves desórdenes. Su legitimidad es, sin más, un fáctum brutum. Vano es discutirlo ahora. Pero la paz duró un mes. Una notable generación de juristas –los «juristas de Estado» del grupo de Nicolás Pérez Serrano– nada pudo hacer para enmendar los defectos de una constitución experimental. Frente al golpe de Estado socialista de 1934, del que ahora se cumple su septuagésimo aniversario, la derecha invoca el orden público y la salud del Estado. Más allá de la retórica de guerra, que ofrece nuevamente los perfiles de una España eterna y sufriente, la derecha halló o se encontró con el secreto de las instituciones.
 
En realidad, muchas cosas cambiaron en España después del golpe de Estado del 18 de julio de 1936. Una guerra muy larga cimentó el prestigio del General Franco, que se comportó como un tirano de la antigüedad –mas no como un déspota–. Su «Dictadura constituyente de desarrollo» alteró al faz del país y trajo –hay acuerdo general en ello– las clases medias. También un «Estado» cuya actuación ordinaria se sometía inflexiblemente al Derecho Administrativo, operante como una verdadera constitución ejecutiva. Mas siendo todo esto sumamente importante, no puede compararse con el abismo que una dura guerra civil y cuatro décadas de dictadura abrieron, irreversiblemente, entre dos Españas. Una, agotada en un combate fantasmal y estéril de más de cien años; otra, renacida en la Europa de la II postguerra mundial y dominada por una nueva vocación política, la reconstrucción nacional y el respeto a las instituciones. Se quiera o no, la España contemporánea trae su causa de esa época aún reciente. Ni su mixtificación en los nuevos cronicones subvencionados por el establishment o cotarro político y cultural, ni la demolición de sus símbolos arquitectónicos y urbanos podrá alterar la realidad de las cosas. Pues la generación que ha cultivado o consentido la mentira también pasará. En última instancia, a nadie extrañen los rodeos de la historia. Es sabido que los franceses tardaron casi cien años en aceptar las consecuencias de su ciclo revolucionario, incluido el Terror; así, sólo bajo el régimen de la III República fueron aceptados por todos los símbolos de la Revolución: la Tricolor, Marianne y la marsellesa. Sin el beneficio de inventario. Que ciertos demagogos, inadaptados políticos incurables, no acepten todavía el doloroso hecho fundacional que configura la España actual, demuestra que son unos arribistas del Estado, beneficiarios de una Transición en la que cedieron muy poco y a la que fueron parachutados por la elite postfranquista –proceso magistralmente descrito en un libro que convendría reeditar para lección de todos: Los errores del cambio, del citado Fernández de la Mora–.
 
La nueva derecha española, a pesar de sus tendencias centristas o despolitizadoras, ha comprendido la gran transformación operada en la nación, incluso si eventualmente, bien por esnobismo, bien por cobardía, se permite disparatar sobre Azaña o permite que otros disparaten sobre las Brigadas Internacionales. Así, su posición sobre los «dos conceptos de España» es muy distinta a la de la izquierda. Mientras esta última sigue aferrada al «aquí no ha pasao ná», negador del acto fundacional de la España contemporánea y de su propia responsabilidad histórica, la derecha es más consciente de las consecuencias de la anarquía republicana, la guerra y la dictadura –que sólo lo reconozca in extremis tiene que ver con el miedo insuperable y el cerrilismo, no necesariamente con la ceguera intelectual–. Por eso, la izquierda lo fía todo en sus tribunos, que dan un perfil de necio simpático que se hace perdonar su ignorancia de las instituciones del Estado, en las que generalmente suelen confiar los próceres de la derecha. En última instancia, la secta izquierdista contrapone dos Españas que se combaten mortalmente enfermas de revanchismo –¿se puede entender de otro modo la irresponsable «recuperación de la memoria histórica»?–. La derecha, en cambio, ve también dos Españas enfrentadas o, más bien, sucesivamente contrapuestas en el tiempo: la España real, representada, a pesar de sus limitaciones, por las instituciones de 1978, y la España dolorosamente desrealizada en el tercio medio del siglo XX. A esta última pertenece nuestra izquierda.
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