Hay anarquismos individualistas y anarquismos colectivistas, con Pierre-Joseph Proudhon como bisagra entre ambos. Hay, también, varios anarquismos individualistas y varios colectivistas. De los primeros nos podemos quedar con la síntesis de Murray N. Rothbard, que combina la economía austríaca con el iusnaturalismo, y de los segundos con la línea de Bakunin y Kropotkin, aunque haya diferencias entre éstos. Parten de la idea de que el hombre es bueno por naturaleza, pero que está constreñido por unas instituciones que, además de mantenerle en la esclavitud, le corrompen y permiten la explotación de unos por otros. La principal de esas instituciones es el Estado, pero no la única. También está, para algunos al mismo nivel o a uno superior, la religión. Y, en general, todo tipo de usos sociales que podemos identificar, grosso modo, con la moral. La perspectiva del anarquismo colectivista no es puramente negativa. Cree en el progreso del hombre, ligado al avance de la ciencia y a la transmisión de la cultura a las masas. Una cultura emancipada de los viejos prejuicios y asentada sobre principios materialistas y verdaderamente científicos.
No carece de programa económico, por otro lado. La producción no sería capitalista, porque no se reconoce la institución de la propiedad privada. Recaería en una propiedad común, que haría comunes los frutos del esfuerzo y los bienes producidos. Esto no es una contradicción, excepto, acaso, con la realidad y con la naturaleza humana. La gestión común está condenada al fracaso, como muestran cuantos ejemplos se han dado.
Para entender por qué fracasa sistemáticamente la gestión común podemos seguir el ejemplo que pone David Osterfeld en Prosperity versus planning. Partamos de una comuna de 1.000 personas que producen 100.000 fanegas de trigo al año, a razón de 100 por trabajador. Las venden a un precio de 5 dólares cada una, por lo que cada trabajador se llevaría 500 dólares al año. Pedro, totalmente imbuido de las ideas colectivistas, decide incrementar su trabajo hasta las 150 fanegas. Al final del ejercicio se producirán 100.050 fanegas, lo que, dividido entre los 1.000 trabajadores, arroja una nueva división en los 500,25 dólares. En definitiva, Pedro ha aumentado su trabajo en un 50 por ciento y saca un rédito del 0,05 por ciento. Los otros 999 también se beneficiaron en un 0,05 por ciento, aunque en su caso sin aportar una fanega más al común. Pedro carga con todos los costes de su mayor esfuerzo y el resultado se reparte entre todos. Juan, sin embargo, ha entendido cómo funciona el sistema y decide trabajar la mitad. Ahora se producirán 99.950 fanegas, que reducen las ventas a 499.750 dólares, o 499,75 por persona. Juan trabaja la mitad y sólo pierde un 0,05 por ciento. Mientras que se lleva todo el beneficio de aumentar su ocio, los costes de la menor producción se reparten entre toda la sociedad.
Y aquí sí empiezan las contradicciones del anarquismo colectivista. Porque hay poderosísimos incentivos para no trabajar más, de hecho, para trabajar lo menos posible. La sociedad comunal que emergería naturalmente una vez eliminado el Estado resulta ser un fracaso. No hay más que ver los carteles propagandísticos que llamaban a los miembros de las comunas aragonesas a trabajar. Y para lograr sus objetivos recurrieron a la dictadura. Así define Julián Casanova al Consejo de Aragón:
Creó sus propios órganos de policía, efectuó requisas, impuso rígidos mecanismos de control de la economía, administró justicia y sobre todo utilizó un amplio aparato burocrático y propagandístico para consolidar el poder de la CNT.
Esta contradicción surge de un puro error intelectual, y es la pretensión de que, una vez eliminado el Estado, surgirá un determinado tipo de sociedad, el preferido por esta corriente. Es un non sequitur. Lo que elijan hacer las personas liberadas del Estado no tiene por qué tener la forma que dicen los anarquistas colectivistas. Si ese colectivismo no es una mera predicción sobre la estructura que adquirirá una sociedad libertaria o una propuesta que puedan aceptar libremente los trabajadores, podrán asimismo rechazarla. Y si es un programa político que deba imponerse, tendrá que hacerlo un órgano coactivo centralizado, es decir, un gobierno. Y ello vale también para la propiedad. Puedes partir de no reconocer ninguna, pero en cuanto un ciudadano mezcle su trabajo con la tierra, la considere suya y el resto de ciudadanos así lo reconozcan, o respetas ese desarrollo de la sociedad libre o impones por la fuerza el esquema de un comunismo que ya no sería libertario.
Y como esta llegan el resto de contradicciones. Lo que se ha descrito en el campo de la economía vale para el de las creencias. Se puede confiar en que el desarrollo de la ciencia y la cultura arrinconará, hasta hacerla desaparecer, a la fe religiosa. Pero si no es así, o te quedas con tu anarquismo y convives con los creyentes y sus usos, o impones tu pensamiento y recalas en algún gobierno.
El anarquismo individualista tiene sus insuficiencias. Bien derivadas de que la ausencia del Estado lleve a carencias esenciales a la sociedad, bien porque el desarrollo de la economía no nos ha conducido todavía a entender plenamente que una sociedad libre daría con las instituciones necesarias para el reconocimiento y el libre ejercicio de los derechos. Pero la perspectiva de este anarquismo es completamente distinta, y por eso elude las contradicciones del colectivismo anarquista. Parte del estudio de la naturaleza humana y del funcionamiento de una sociedad libre, basada en los derechos de la persona, incluidos los derivados de la propiedad privada. Y no busca imponer un esquema predeterminado, sino que entiende que la sociedad que surgirá naturalmente funcionará lo suficientemente bien como para permitirnos cumplir razonablemente nuestros objetivos vitales. Los ácratas colectivistas deberían replantearse su anarquismo o su colectivismo.