No hablo de oídas, no; hubo una época (hace ya de todo más de veinte años) en que yo pertenecía a las hordas antisistema que, cada viernes, se reunía en la plaza Universidad, enfilaba la calle Pelayo, rodaba Ramblas abajo y, ya en la última estación del vía crucis, tomaba la plaza San Jaime (o, monta tanto, prolongaba el paseo hasta Capitanía).
Por aquel entonces barajábamos consignas como "Si Nicaragua ha vencido, / El Salvador vencerá", "Insumisión al Ejército español", "Obreros y estudiantes, / juntos y adelante", "Esos de marrón, de qué escuela son / que no les afecta la reconversión"... Era de notar que la mayoría de nosotros nos hallábamos imbuidos de un trémulo gregarismo por el que, en cuanto el vocero de turno nos urgía a corear una sentencia delictiva (o acaso carente de vuelo poético), mirábamos acoquinados a izquierda y derecha y, en caso de no percibir un cierto apoyo coral, optábamos por un silencio grave, impasible, ceñudo: los izquierdistas tirábamos estupendamente el fuera de juego. ¡Y cómo lo tirábamos, señores!
Nuestros enemigos (así, a bote pronto y concreto) eran la burguesía, el Ejército, la policía, la televisión, los skins neonazis y la discoteca Up & Down... si bien cabe admitir que no había enemigo contra el que nos empleáramos con más saña que nosotros mismos: hechas las cuentas, el odio más genuino que destilábamos quienes abanderábamos la revolución solía verterse contra los adalides del reformismo, esto es, contra aquellos otros izquierdistas que (¡ingenuos!) consideraban que el Sistema era vulnerable, que la democracia, aun siendo defectuosa, presentaba un sinfín de grietas por las que infiltrarse para propiciar una suerte de implosión que, andando el tiempo, redecorase el capitalismo de Cádiz a Reikiavik... Por insólito que ahora pueda parecerme, hubo un tiempo en que anduve tan rebosante de motivos como Willy Toledo.
Entre las conductas más vergonzantes de nuestra acción callejera, la que me sigue corroyendo en las noches sin luna es el desparpajo con el que nos hacíamos trampas al solitario. Dado que las más de las veces no había razones objetivas para prender la mecha, nosotros mismos resolvíamos encarnar la objetividad. Así, los doscientos que engrosábamos el club (ni uno más pero, ojo, ni uno menos) nos plantábamos ante el Palau de la Generalitat para clamar contra el patriarcado, o contra el descubrimiento de América (contra el descubrimiento, sí, es exacto), o contra cualquier anomalía planetaria que acabara propiciando un intercambio de golpes que se saldara con unas cuantas detenciones.
Al día siguiente, los doscientos, etc., volvíamos a plantarnos ante la Generalitat para clamar no ya contra el patriarcado, sino por la inmediata puesta en libertad de nuestros mártires, esos aguerridos activistas a quienes no dudábamos en calificar de presos de conciencia. A esa concentración seguían cinco o seis detenciones más, es decir, al núcleo original de mártires se iban sumando infelices con que seguir alimentando el engranaje retórico y, una vez colmado el vaso, fundar una Plataforma Ciudadana por la Libertad de Miquel, Jordi y Jaume.
Se preguntarán por qué incrusto en el periódico un retazo de lo que debieran ser mis memorias. Verán, hace relativamente poco tiempo, y a propósito de un artículo que publiqué en un viejo diario, uno de mis mejores críticos me hizo la siguiente observación: "Cada vez que dices 'socialdemócrata', así, pretendiendo imitar la arrogancia de Arcadi, me recuerdas a esos nacionalistas que a nosotros, simpatizantes de Ciutadans, nos llaman 'fascistas'". Hay otra razón; o, si quieren, otra arrogancia. De ésta me alertó un vecino cabal, hombre de liturgia y orden. "¿Te has fijado –me dijo– en que siempre que hablas de política reservas una pausa para decir 'Yo, que vengo de la izquierda...'?". Al llegar al interrogante le tomé el relevo. Lo que en realidad quería decir (pero no dijo) era que, a la luz de ese latiguillo, lo que daba verdadero valor a mis reflexiones no eran mi escepticismo, mi antirrelativismo o mi antinacionalismo, sino que todo ello descansara sobre la izquierda, pecado original. Y que, en cierto modo, la superioridad moral de la izquierda sobrevive a la izquierda misma. Desde entonces, trato de amortiguar mis cavilaciones clavando la pértiga en otro sitio; quizás por respeto a quienes no exhiben la medalla (más presuntuosa que heroica) de venir de quién sabe qué tinieblas.