En los años 30 Alemania desarrolló los gases nerviosos sarín y tabun. En la década de los 50 EEUU y el Reino Unido desarrollaron el VX, otro poderoso gas nervioso. En octubre de 1991 el doctor Vil S. Mirzayanov, que durante 26 años había trabajado en el programa soviético de armas químicas, publicó que su país había fabricado en la década de los 80 una serie de neurotóxicos binarios, conocidos como novichok, con una potencia superior al del VX y el somán.
Aunque durante la Guerra Fría se dieron episodios aislados de uso de agentes químicos en determinados conflictos, uno de los más destacados y que ocuparon la atención internacional ocurrió durante la guerra del Vietnam: la operación Ranch Hand, que implicaba el empleo de herbicidas y defoliantes, entre ellos el agente naranja. En 1976 el presidente Johnson recibió una petición, firmada por más de 5.000 científicos, incluidos 17 premios Nobel, para que se suspendiera el empleo de herbicidas.
Un uso específico de armas químicas confirmado por la ONU se dio durante la guerra entre Irak e Irán, cuando el primero de estos países bombardeó con ellas tanto zonas y ciudades iraníes como –en 1988– la ciudad de Halabja, en el Kurdistán iraquí. Los gases utilizados habían sido fabricados por Irak, que desde los años 70 contaba con un programa de armas químicas que incluían el gas mostaza, el tabun, el sarín y el VX, entre otros. En 1991 Naciones Unidas creó una Comisión Especial para el Desarme de Irak (Unscom), con la que el Gobierno iraquí se negó a colaborar. Ello llevó a la Resolución 1441 de la ONU, que daba un ultimátum a Irak para que presentase una declaración completa de sus programas de armas químicas, biológicas, nucleares y de misiles balísticos.
El 1 de junio de 1990 los presidentes George Bush y Mijail Gorbachov firmaron el Bilateral Destruction Agreement (BDA), nombre resumido del Acuerdo sobre la No Producción y Destrucción de Armas Químicas y sobre Medidas para facilitar el Convenio Multilateral sobre Armas Químicas. Estados Unidos y la Unión Soviética se comprometían a detener la producción posterior de armas químicas y a destruir todo su arsenal para el año 2002, excepto 5.000 toneladas métricas.
Pero el desmembramiento de la URSS, un año más tarde, inició una década de gran complejidad en las relaciones internacionales de la nueva Federación Rusa, y a partir de marzo de 1993 los representantes de ambas naciones no se pusieron de acuerdo sobre la implementación de un protocolo adicional, con lo cual las negociaciones del BDA entraron en un período de estancamiento. En 1997 entró en vigor la Chemical Weapons Convention, que "prohíbe todo desarrollo, producción, adquisición, almacenamiento, transferencia y uso de armas químicas y la destrucción de las armas que tuvieran cada país firmante".
Aunque el desarrollo de los programas de armas QB es secreto, un informe del Instituto de Estudios Internacionales de Monterrey manifiesta que son 23 los países que, con gran probabilidad, tienen o han tenido armas químicas y biológicas. En esta relación se encuentran naciones que están consideradas como Estados vulnerables o fallidos, caracterizados por la porosidad de sus fronteras, la ausencia de controles de seguridad eficaces, la inestabilidad política y la pobreza de sus poblaciones.
En la cumbre del G8 celebrada en Kananaskis en junio de 2002 se anunció la creación de un acuerdo global contra la proliferación de materiales y armas de destrucción masiva cuyo objetivo era reducir el riesgo de que este tipo de armas cayese en manos de grupos terroristas. El acuerdo está especialmente centrado en los Estados de la antigua URSS. Se han destinado 20.000 millones de dólares en 10 años, la mitad de los cuales serán pagados por los Estados Unidos.
Los datos publicados por el G8 Global Partnership en julio de 2006 ponen de manifiesto la colaboración internacional con la Federación Rusa en distintas áreas, como la descontaminación de algunas instalaciones, la fabricación de otras nuevas para proceder a la destrucción de las armas químicas, el aumento de la seguridad, etc. El informe también dice que el Gobierno ruso ha invertido –hasta esa fecha– 1.000 millones de dólares en la destrucción de miles de toneladas de agentes químicos.
La cuestión del uso de armas NBQ ha pasado de ser algo relativamente latente durante sesenta años a ocupar la atención de los medios políticos y de comunicación, debido a la posibilidad de que este tipo de armas pueda ser utilizado por grupos terroristas. Sin embargo, este armamento plantea cierta complejidad no sólo en su adquisición, sino en su manipulación, control y uso, y aunque las armas químicas presentan más posibilidades de adquisición que las nucleares, la dificultad principal radica en la forma de sus mecanismos de diseminación, por lo que son eficaces en áreas relativamente cerradas; ello hace que el concepto de destrucción masiva resulte variable en términos cuantitativos.
La posibilidad de adquirir o fabricar armas químicas de uso militar (tabun, sarín, somán, VX, etc.) implica cuestiones técnicas que hacen que su gestión sea complicada. De hecho, el índice de letalidad de los atentados perpetrados por el grupo japonés Aum Shinrikyo en Matsumoto (1994) y el metro de Tokio (1995), que se cobraron la vida de 7 y 12 personas, respectivamente, se vio afectado por la falta de pureza del sarín empleado en los mismos, y ello a pesar de que Aum Shinrikyo, el único grupo que ha perpetrado ataques terroristas con dicho gas, disponía de importantes medios económicos y medios técnicos avanzados y contaba entre sus miembros con diversos científicos.
Debido a que las sustancias utilizadas en la fabricación de armas químicas tienen un uso legítimo, otra posibilidad más asequible es la adquisición de productos químicos industriales disponibles en una amplia variedad de aplicaciones comerciales. Pero aun disponiendo de los agentes químicos adecuados, su manipulación y la forma de hacerlos operativos son arriesgadas. Otra posibilidad, al igual que con las centrales nucleares, es el sabotaje de una planta química industrial, como el perpetrado contra la radicada en Pleasant Hill, Missouri (EEUU), a las 4 de la mañana del 28 de febrero de 2000, cuando un individuo abrió deliberadamente una válvula del tanque de almacenamiento, originando así el escape de 800 litros de amoníaco seco y obligando a la evacuación de los 250 habitantes de la localidad.
El ataque a las Torres Gemelas fue un atentado donde tanto la violencia como el nivel de letalidad estaban más o menos calibrados, pero puso de manifiesto varias cuestiones: una nueva forma de terror, que inauguraba el siglo XXI, la plausibilidad de cualquier escenario, la vulnerabilidad de la sociedad norteamericana a un ataque abierto, la profunda amenaza del islamismo radical de Al Qaeda, que se ha materializado en sucesivos atentados en diversos países, y el miedo latente a que pueda darse un ataque terrorista con armas de destrucción masiva. Sin embargo, da la impresión de que traspasar la barrera de los atentados convencionales para perpetrarlos con este tipo de armas, especialmente las nucleares, podría suponer un punto sin retorno para los terroristas, caracterizados por su pragmatismo. Parece bastante probable que las medidas de represalia contarían con el apoyo abierto de una traumatizada opinión pública internacional.