«Cada una de nosotras fue violada por entre tres y seis hombres... A una mujer que se negó a practicar sexo con ellos le rompieron la cabeza a hachazos ante nuestros ojos». Testimonios como éste [1], relatado por una joven sudanesa, dan cuenta de la situación que vive a diario una parte de la población de aquel país. La violación sistemática de niñas y mujeres adultas, la captura de seres humanos para servir de esclavos a la población musulmana y el asesinato directo de miles de personas en razón de sus creencias religiosas, son las herramientas utilizadas por la mayoría árabe musulmana de Sudán para islamizar definitivamente el país.
Durante las dos últimas décadas, el Frente Islámico Nacional, representante de la mayoría musulmana de origen suní, actualmente en el poder, ha ido masacrando sistemáticamente a las minorías negras del sur, mayoritariamente de credo cristiano y animista. A fecha de hoy, más de dos millones de cristianos han sido asesinados por las tropas regulares y las guerrillas progubernamentales, en lo que constituye uno de los genocidios más atroces de la historia moderna. ¿Su delito? No eran musulmanes.
En 1992 una fatwa lanzada por los principales imanes de la capital Jartum, declaraba que «un insurgente que fue previamente musulmán es ahora un apóstata, y un no musulmán es un no creyente que se opone a la expansión del Islam. El Islam garantiza la libertad para asesinarles a todos ellos». Así de crudo, así de real. Este abierto llamamiento al asesinato del infiel fue la señal para comenzar el genocidio masivo que el sur del país sufre desde principios de los años 80.
Pero los guerreros de Alá no se conforman con la muerte del infiel, sino que en aplicación estricta de los preceptos islámicos[2], utilizan la violación sistemática de las mujeres y niñas no creyentes y la esclavitud de los prisioneros como herramienta para convertir a Sudán en un Estado homogéneamente musulmán. A partir especialmente de 1993, la mayoría árabe del país ha sido responsable de la esclavización de varios cientos de miles de cristianos, obligados a trabajar para sus nuevos "dueños" en los poblados y las villas ganaderas del norte. Sólo una ONG próxima a la ONU (Solidaridad Cristiana Internacional), ha conseguido liberar a decenas de miles de estos esclavos. Pero la ONU, siempre cuidadosa con los términos de la corrección política, prefiere evitar la desagradable palabra "esclavitud" por el término más maleable "abducción". No es raro en una organización cuya cabeza visible, hasta hace bien poco, se negaba a calificar de genocidio la operación de limpieza étnico-religiosa que ha acabado con la vida de más de dos millones de personas y desplazado a más de cinco millones a otras zonas del país.
En los dos últimos años, sin embargo, la situación de Sudán ha adquirido nuevos perfiles que, aún dentro de la tragedia, sirven para aclarar el origen de la violencia que sufre aquel país. Porque el teatro de operaciones de la jihad sudanesa se ha trasladado desde el sur —allí ya quedan pocos infieles que exterminar— a la ciudad de Darfur, en el oeste del país. En este caso las víctimas ya no son cristianos sino musulmanes (negros y no árabes), los exterminados por sus hermanos del norte. En aquella pobre ciudad, que cuenta con más de seis millones de habitantes, las milicias progubernamentales "janjawid", con el apoyo y protección del gobierno de Omar al-Bashir, continúan su labor de aniquilación de una población, cuya observancia de los preceptos coránicos es considerada excesivamente laxa por los rigurosos dirigentes suníes de la capital.
La presión relativa de la ONU y de lo que damos en llamar comunidad internacional sobre el gobierno del Frente Islámico Nacional, sólo ha conseguido arrancar hasta el momento vagas promesas de que acabarán con la actividad de la guerrilla. Sin embargo, aún hoy existen documentados varios campos de exterminio próximos a Darfur donde las tropas continúan llevando a cabo la jihad de forma sistemática. Y todo ello en medio de la pasividad de los países occidentales, convalecientes del síndrome del hombre blanco o del buen salvaje, incapaces de denunciar los crímenes masivos si no se puede hacer recaer la culpa de ellos sobre el primer mundo.
[1] Las atrocidades cometidas por los árabes musulmanes contra la población cristiana ofrecen ejemplos escalofriantes como el de Damare, un joven esclavo sudanés a quien su amo musulmán crucificó (literalmente) por haber asistido a escondidas a un oficio religioso. Existe en internet un gran número de páginas (la mayoría en inglés) que recogen decenas de testimonios como el descrito: Persecution (necesita registrarse) o Jihad Watch son tan sólo dos de las más conocidas.
[2] El manual legal islámico “Umdat al-Salik”, que cuenta con el apoyo de la Universidad de Al-Azhar, la fuente de autoridad más respetada en Islam suní estipula: “Cuando un niño o una mujer son capturados, se convierten en esclavos por el mero hecho de su captura y el matrimonio previo de la mujer queda inmediatamente anulado”. Por otra parte, la Sura 4:23-24 del Corán ordena al varón musulmán “olvidarse de la mujer casada, excepto las que le pertenezcan como esclavas”.
Libertad Digital agradece a Human Rights Watch las fotografías publicadas en el presente artículo.