La personalidad y la relevancia teórica del filósofo jurídico, político, reformador social y padre del utilitarismo Jeremy Bentham (1748-1832) son incuestionables. El impulso y la motivación que mueven los fundamentos de la doctrina de la que se considera su principal inspirador no son tampoco, a mi juicio, sospechosas de reaccionarismo o totalitarismo. Bentham es básicamente, con todo lo bueno y lo malo que conlleva la categoría, un heredero de los philosophes, un pensador persuadido de que la condición humana puede cambiar a mejor, de que las sociedades son capaces de alcanzar mayores niveles de bienestar y de que los hombres, individualmente y en su conjunto, tienen en su poder la posibilidad de ser más felices en este mundo.
Para ver cumplido tal respetable empeño, Bentham cree imprescindible establecer dos principios primordiales: tener una disposición abierta a las transformaciones que el paso del tiempo exijan y confiar en la instrucción de los individuos como requisito necesario para su liberación y felicidad.
Bentham no es, en consecuencia, un pensador conservador (de la estirpe, por ejemplo, de Edmund Burke, Herder o De Maistre), sino un convencido reformador, un hombre de pensamiento y de acción inducido por ideas entusiastas y renovadoras, persuadido de que cualquier futuro puede ser mejor, a condición de que las sociedades acierten a establecer, por medio de instituciones convenientes, las condiciones materiales precisas para obtener lo mejor de la potencialidad humana y de que las mentes no se dejen llevar por la rutina, la pereza y la comodidad.
Bentham asume y afronta, de esta forma, las claves centrales del debate político moderno, a saber: cómo conciliar las costumbres y las tradiciones asentadas en la sociedad con el progreso científico y el fomento de la racionalidad. Como otros autores coetáneos e inmediatamente posteriores, Bentham es protagonista de excepción del cambio radical que está teniendo lugar por entonces en el Antiguo Régimen, en el tránsito hacia el nuevo orden democrático, un recorrido que pasa por sustituir una sociedad estamental y fijada a unos privilegios de cuna por una sociedad abierta infiltrada por la noción de la igualdad como su nervio principal. Hablamos de una preocupación esencial, por ejemplo, en Tocqueville, pero que no resulta ajena a John Stuart Mill, pensador eminente que sería injusto catalogar como mero seguidor del fundador del utilitarismo.
De esta simiente brota la noción elemental del utilitarismo: la búsqueda de un principio que establezca, como único fin justo y justificable de gobierno, la mayor felicidad del mayor número. Bentham se pregunta a este respecto qué tiene de nocivo o peligroso para la sociedad semejante postulado. Peligroso, en todo caso, lo sería, se contesta a sí mismo, para aquel tipo de gobierno que tiene por fin u objeto la mayor felicidad de unos ciertos individuos o de un pequeño número de ellos (A Fragment on Government).
Henos, pues, ante un anhelo –la búsqueda de la felicidad general, la suerte de nuestro prójimo en su conjunto– que impregna la filosofía del proceso constituyente (y constitucional) de la nación americana y que conmueve el espíritu de las nacientes constituciones liberales de la época, como la de Cádiz.
Con todo, Bentham no confía en asentar el bienestar de los individuos sobre la base de un prontuario filosófico y ejecutivo fundado en bienes objetivos, derechos naturales y valores absolutos que actúen como justificación o legitimación del orden establecido. Tanto la doctrina de los derechos del hombre y del ciudadano sancionada por la Revolución Francesa como el principio de la "voluntad general" formulado por J.-J. Rousseau se le antojan postulados inconvenientes y –éstos sí– incluso nocivos y peligrosos. Bentham confía, por el contrario, en establecer en la sociedad hábitos de conducta cimentados en el sentido del entendimiento y la comprensión, atendiendo más al valor de la utilidad y a las consecuencias de las acciones que a unos presuntos valores intangibles e imperecederos.
Llegados a este punto, barruntamos uno de los asuntos capitales en cualquier reflexión sobre el liberalismo: de qué manera armonizar la "jurisdicción" de los intereses y la felicidad de cada individuo con la "jurisdicción" de la comunidad, que aunque artificiosa, y a menudo también engañosa, no puede soslayarse. Si por naturaleza existen inclinaciones humanas que fomentan su individualidad, sería preciso, según esto, compensarlas con aquellas otras que propenden más a la cooperación que a la dispersión. Se trataría, en fin, de dilucidar qué leyes e instituciones garantizarían de la mejor forma –es decir, con la menor coacción posible– la integración y la colaboración entre los hombres, al objeto de mantenerlos unidos en la sociedad y en la nación, y no permanentemente enfrentados.
Los presumibles escollos que soportaría el ideario liberal nos los recuerda a diario el socialismo de todos los partidos y filosofías: el atomismo social y el egoísmo moral, entre otros. Sea. Pero, ¿cuáles serían, por su parte, los principales problemas del "liberalismo social" o del "socialismo más o menos liberal"? Popper los señala con suma claridad en La sociedad abierta y sus enemigos. Desde los primeros compases de esta obra imprescindible previene de las ideologías que, bajo el pretexto de mejorar la sociedad, acaban cerrándola en un campo de concentración sin salida ni remedio. La causa general de esta deriva proviene de un estímulo de apariencia "admirable y firme" pero en el fondo muy peligroso. Popper menciona expresamente al respecto "nuestra impaciencia por mejorar la suerte de nuestro prójimo".
Vale la pena reproducir la argumentación completa que sigue a este diagnóstico sobre las pasiones del alma humana que se consumen en exaltaciones políticas:
"Efectivamente, esos conflictos no son sino los residuos de la que constituye, quizá, la más grande de todas las revoluciones morales y espirituales de la historia: de un movimiento iniciado tres siglos atrás, que responde al anhelo de incontables hombres desconocidos, de liberar sus propios seres y pensamientos de la tutela de la autoridad y el prejuicio: la empresa de construir una sociedad abierta que rechace la autoridad absoluta de lo establecido por la mera fuerza del hábito y de la tradición, tratando, por el contrario, de preservar, desarrollar y establecer aquellas tradiciones, viejas o nuevas, que sean compatibles con las normas de la libertad, del sentimiento de humanidad y de la crítica racional".
Algunas de estas revoluciones han conducido al hombre al infierno en la Tierra. Pues el infierno son, en verdad, los otros cuando se instaura un Nuevo Orden en nombre del Otro. También en el momento en que el alma se inflama de buenas intenciones en nombre de nuestro prójimo. Ocurre que un propósito individual, como la búsqueda de lo mejor, el bienestar y la felicidad, promovido, como debe ser, por el propio interesado, por sus medios, y según le dicte su entendimiento voluntad, acaba desnaturalizado, y aun malogrado, en el momento en que ese principio se generaliza o colectiviza indiscriminadamente: el Bien Común, el Estado de Bienestar, la Felicidad General.