Lo plantean casi como un problema asistencial, sumándose a la tendencia estatalista a intervenir en las vidas privadas de todo el mundo, lo cual es una manera eficaz de aislar a los individuos y hacerlos reticentes al trato social, que siempre puede preceder a la jauría de las residencias o al piadoso doctor Montes.
De ser posible, me gustaría llegar al final de la vida junto a mis hijas y a la mujer a la que amo. Hay quien diría que es ley biológica que sea así, pero lo cierto es que no siempre ese tipo de previsiones se cumplen. Supongo que uno puede sobrevivir a la viudez, pero conozco casos en que no es así, en que el dolor por la ausencia del finado arrastra al compañero a la tumba más temprano o más tarde. Pero se equivoca quien suponga que ésa es una muerte por soledad. Es una muerte por amor, porque ese vacío no lo llenan ni siquiera los hijos. De lo que dudo mucho más es de que sea posible superar la muerte de los hijos, aunque también conozco gente que lo ha conseguido, mal, en inferioridad de condiciones, porque nunca se vuelve a ser el mismo después de un acontecimiento así, pero lo ha conseguido. No es gente que se haya quedado sola, sino gente que ha perdido el sentido de su existencia: la muerte de un hijo es un hecho contra natura, siempre imprevisto, siempre devastador.
La soledad no es la ausencia de gente alrededor de cada uno. Hacerse acompañar estúpidamente es sencillo: basta una barra de bar, o una copa en la acera para salir a fumar, o una partida de petanca o de dominó, o una reunión de futboleros exaltados en la cumbre de las Ramblas después de un partido del Barcelona. El que te esperen en casa o no es cuestión secundaria. Estás perdiendo el tiempo fuera de ella porque estar dentro te aplasta. Pero no es la soledad lo que mata, sino la existencia miserable que te ha llevado a ella, la culpa de no haber sido nada ni nadie para algún otro o, lo que es peor, haber acabado por ser un alguien molesto, perturbador, indeseado y, probablemente, despreciado por el ser con el que deberías haberte amado y no odiado. No es la soledad, es el fracaso, el no haber sabido construir, o no haber querido, o no haber podido.
Pienso en esas parejas arrasadas en las que él, de 85 años, le pega un tiro a ella, que padece alzhéimer a los 83, y después se suicida. Él ya no soporta que ella ya no lo reconozca, o lo haga sólo a ratos y lo recuerde en realidad como era hace medio siglo, y piensa que un día él morirá de repente y nadie la atenderá y encontrarán los cadáveres de los dos en descomposición unos días después. Elige acabar antes. No con la soledad: nunca han estado solos hasta que ella perdió la cabeza, se acompañaron firmemente hasta ese terrible instante del desvanecimiento en que él comprendió que ella ya no le tenía en el recuerdo. Decide acabar con el dolor insuperable de la pérdida acelerándola. Es una locura, pero sentimentalmente comprensible. Los informativos dicen que es violencia de género, y los vecinos, cínicos y malvados, se explayan con que era buena gente pero últimamente se los veía muy solos. Al decir eso no están reclamando justicia, sino asistencia social. Si hubiese venido una enfermera, o alguien que les cocinara, él lo hubiera sobrellevado. Cuando la verdad es que él hubiera hecho lo mismo, tal vez antes, ante el trato humillante de los bondadosos funcionarios.
Para las personas cultas, la soledad es tan imposible como el aburrimiento. Yo no recuerdo haberme aburrido jamás, salvo en alguna sala de espera de hospital a las que a uno lo convocan temprano y espera en ayunas a que lo llamen y le entra modorra.
¿Que la muerte es una forma de soledad definitiva? Depende de creencias y experiencias próximas. En el peor de los casos, aquel en que todo acaba en el deceso, la muerte no es soledad: es descomposición, pérdida, vacío, duelo de los que se quedan y mueren de amor o lo superan. En los mejores casos, es gloria o castigo, reencuentros en otro mundo, un nuevo momento en el ciclo de las reencarnaciones, otras compañías.
El Creador comprendió que no era bueno que el hombre estuviera solo y le dio una compañera nacida de su propia carne. Nada les dijo acerca de los buenos y los malos matrimonios, ni siquiera los casó. El pecado –la curiosidad sobre el bien y el mal y la consecuente lujuria, acompañada por el pudor– no separó a Adán y Eva, al contrario, los unió profundamente. El primer hombre que se encontró realmente solo fue Caín, pero su tragedia no era la soledad, sino el crimen, la mentira y la indiferencia: el individuo que dice que él no es el guardián de su hermano elige, en el instante mismo de la cínica pregunta, una soledad que no le importa. Sabe, como sabrán después de él todos los hombres del mundo, que su horrendo delito le ha hecho perder para siempre el derecho a vivir en sociedad, pero qué importa eso a quien ha matado a su hermano, carne de su carne y sangre de su sangre.
Sólo eso se dice en la Escritura: no es bueno que el hombre esté solo. Tampoco es necesaria e implícitamente maligno, aunque pueda ser molesto o inquietante. Pero el hábito de la soledad elegida es logro de sabios, de personas con una gran vida interior, que en absoluto se desentienden de sus semejantes, ni dejan de relacionarse con Dios ni con el mundo, sólo lo hacen desde una posición distinta.
La soledad únicamente es una tragedia desde el desvalimiento, la inferioridad física o la pérdida de facultades mentales, lo que puede convertir a un hombre en el objeto de otros o llevarlo a un óbito desesperante. Claro que hay más ejemplos de ello de los que debiera, pero también es evidente que la gente resiste más allá de lo concebible en su ligazón con la vida, en soledad o no.