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DIGRESIONES HISTÓRICAS

La siembra de odios en los años treinta

Como hemos visto, la rebelión derechista de julio del 36 no se realizó contra un “proyecto reformista”, sino contra una amenaza revolucionaria muy real e inminente. Fue una rebelión casi a la desesperada, que fracasó a los tres días, superando una derrota segura gracias al famoso puente aéreo de Franco.

Rasgo importante de la lucha fue que, desde el primer momento, los dos bandos recurrieron al terror contra sus enemigos. Como reconoce Juliá, la represión “en Sevilla y en Madrid, en Badajoz como en Barcelona, buscaba positivamente la liquidación del otro”. Tal era el odio que se había apoderado de la sociedad española. Pero ese odio ¿quién lo había cultivado? Lo había cultivado, y practicado en sus agresiones, la izquierda revolucionaria, y en gran parte la llamada reformista, y desde el primer momento.

La incitación a la violencia alcanzó un ápice en las elecciones de noviembre de 1933. Largo Caballero llamaba a otros izquierdistas: “Cuando se habla de la implantación de un régimen como el que hay en Rusia, yo pregunto: pero eso lo vamos a hacer unidos, ¿no?” Nadie se llamaba a engaño sobre la significación terrorista de un régimen al estilo soviético, pero, por si cabía duda, Largo advertía a las derechas que si antes los suyos habían “respetado vidas y haciendas”, nadie debía esperar “esa generosidad en nuestro próximo triunfo. La generosidad no es arma buena. La consolidación de un régimen exige hechos que repugnan, pero que luego justifica la Historia”. Y así sucesivamente. Tras perder las elecciones, en la prensa socialista se multiplicaron las excitaciones a marchar a la guerra civil “con ánimo firme”, al “odio imposible de borrar sin una violencia ejemplar y decidida, sin una operación quirúrgica”, y expresiones semejantes. Las izquierdas radicales, empezando por el PSOE (con la excepción del grupo marginal de Besteiro), estaban convencidas de que la guerra civil les abriría el camino al triunfo definitivo, y a ese respecto preconizaban el odio de masas como virtud revolucionaria.

Recordemos asimismo que la afición de buena parte de la izquierda por la guerra civil se siguió manifestando después de la derrota, con la organización del maquis. Uno se pregunta qué sentido tendrá hoy día la proliferación de libros exaltando aquel nuevo intento de contienda fratricida.

Determinados historiadores velan estas realidades, y en cambio acusan de tales actitudes a la derecha durante la república. Es falso. Una cosa es que, ante la violencia ambiente, determinados políticos o militares derechistas hicieran previsiones o hablaran de ajustar cuentas a quienes seguían aquellas doctrinas, y otra muy distinta es la siembra abierta del odio, cosa que rara vez hicieron. Espinosa, en La columna de la muerte, confunde deliberadamente ambas cosas. Pueden compararse las palabras de Largo con el último discurso electoral de Gil-Robles, principal representante de la derecha, en 1933: “Estamos como un ejército en pie de guerra, y sin embargo yo quisiera que el choque no llegara. Paz y cordialidad a quienes nos voten y a quienes no nos voten”. Su conducta se ajustó a esas palabras e, insistamos, cuando las izquierdas lanzaron su primer asalto, en octubre del 34, la CEDA defendió una legalidad republicana poco gustosa para ella, en lugar de dar un contragolpe que, al revés que la rebelión de 1936, tenía las mayores probabilidades de triunfar.

Y después de octubre del 34, el cultivo del odio prosiguió sin tregua por parte de la izquierda, tomando un carácter brutal y jactancioso con el Frente Popular. Véase un ejemplo en el comunista Mije, dos meses antes del alzamiento derechista del 36: “El corazón de la burguesía de Badajoz no palpitará normalmente desde esta mañana al ver cómo desfilan por las calles con el puño en alto las milicias uniformadas (…) millares y millares de jóvenes (…) que son los hombres del futuro ejército rojo. Este acto es una demostración de fuerza (…) de las masas (…) que se preparan para muy pronto terminar con esa gente”. Tan seguros estaban de su cercana victoria.

Y así, los dos bandos llegaron a la conclusión de que era imprescindible hacer una “limpia” ejemplar de enemigos. Pero, aunque la exasperación y el aborrecimiento se apoderaron por igual de izquierdas y derechas, en éstas se trató de una reacción, una respuesta, y así lo fue también el terror practicado por ellas, en contra de lo que quiere hacer creer Espinosa. La distinción tiene importancia, porque no tiene el mismo carácter la violencia, aun brutal, de quien siente su vida en inminente peligro, que la de quien agrede con la convicción de aplastar fácilmente al adversario.

La consecuencia de este estado de ánimo fueron hechos como las matanzas de Badajoz, de Madrid, de Barcelona o de Sevilla, citadas por Juliá, y tantas otras más. Pero Espinosa no sólo pretende invertir la realidad del origen del odio, sino que explica los hechos en la línea neostalinista, empeñada en disimular los planes revolucionarios, y pretende que las derechas se alzaron contra unas reformas razonables, simplemente porque ponían en peligro sus “injustos privilegios”. Las reformas, como ya quedó indicado, fracasaron en el primer bienio, y no por culpa de la derecha.

Para Espinosa la guerra consistió en un enfrentamiento “de clase” del fascismo contra “el pueblo”, de una “oligarquía” de propietarios, militares y curas, contra “los trabajadores”. En ese contexto, ¿qué importancia tiene si fueron las izquierdas las que empezaron a amenazar, agredir, y aborrecer incondicionalmente? En definitiva, tenían todas las razones para estar descontentos y emplear la violencia. Lo explican inmejorablemente J. Villarroya y J. M. Solé, dos historiadores de la cuerda de Espinosa: “La represión ejercida por jornaleros y campesinos, por trabajadores y obreros y también por la aplicación de la ley entonces vigente, era para defender los avances sociales y políticos de uno de los países con más injusticia social de Europa. Los muchos errores que indudablemente se cometían pretendían defender una nueva sociedad. Más libre y más justa. La represión de los sublevados y sus seguidores era para defender una sociedad de privilegios”. Siendo así, ¿qué más habrá que explicar?

Pero Solé y Villarroya, como Espinosa, Juliá y tantos otros empiezan por una enorme mentira, que ya señalé en otra ocasión: “identifican arbitrariamente al pueblo (jornaleros, obreros, etc.) con la minoría de sádicos y ladrones que al hundirse la ley obraron a su antojo. Ejercieron el terror “popular” los partidos y sindicatos, y, dentro de ellos, sujetos politizados y fanáticos, también delincuentes comunes. No el pueblo, ciertamente. Además, tampoco los revolucionarios defendían avances sociales y políticos o una sociedad “más libre y más justa”. En los países donde triunfaron los correligionarios de los frentepopulistas, la población perdió cualquier libertad y derecho, sometida al poder omnímodo de una casta burocrática dueña de un estado policial. Que España fuera uno de los países con más injusticia social de Europa es aserto muy discutible, pero de lo que no hay duda es de que el remedio propuesto por los revolucionarios era mucho peor que la enfermedad, si de libertad, justicia y riqueza hablamos. Solé y Villarroya tienen derecho a preferir remedios tales, pero no tanto a invocar en su beneficio la libertad y la justicia.

Estas interpretaciones están en la línea marxista tradicional, la línea inspiradora del Gulag o de los crímenes presentes, que no pasados, de tiranos como Fidel Castro, y, precisamente, son el manantial del odio propagado por la izquierda española en los años 30. No por casualidad libros como La columna de la muerte consiguen, aún hoy, despertar rencores en lugar de contribuir a una visión serena y lo más objetiva posible, del pasado.

Habiendo sentado estas cuestiones previas, creo que podemos entrar en la matanza, o mejor, matanzas, perpetradas por las derechas en Badajoz


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