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LA CRISIS NACIONAL

La ruina de la Constitución de 1978

"El despotismo puede identificarse con una democracia cansada", decía Chesterton. Y añadía: "A medida que la fatiga se apodera de una comunidad, los ciudadanos descuidan esa vigilancia permanente que, acertadamente, ha sido denominada el precio de la libertad; prefieren dejar únicamente un centinela para vigilar la ciudad mientras todos duermen".

"El despotismo puede identificarse con una democracia cansada", decía Chesterton. Y añadía: "A medida que la fatiga se apodera de una comunidad, los ciudadanos descuidan esa vigilancia permanente que, acertadamente, ha sido denominada el precio de la libertad; prefieren dejar únicamente un centinela para vigilar la ciudad mientras todos duermen".
Para un español que soñó con que sus hijos vivirían en una democracia, el artículo de Thomas Sowell publicado el 27 de octubre en la National Review es aleccionador. Si las señales de alarma de la calidad de la democracia estadounidense se encienden a los diez meses de actuación de la Administración Obama, qué quedará de la española después de años de tenerlas encendidas y de reponer las bombillas fundidas.

La reflexión del viejo profesor de Economía pone en guardia al pueblo americano sobre los peligros que para su democracia pueden tener algunas de las medidas que está tomando el Ejecutivo de su país. Expone como ejemplos que el Gobierno fija topes a las remuneraciones de los directivos de empresas privadas, controla a los bancos, recrimina a unos medios de comunicación y concede subsidios a otros –con lo que, seguramente, propiciará la predeterminación de sus contenidos informativos–, establece comités para aplicar tratamientos de supervivencia a enfermos terminales, distribuye en los colegios las proclamas presidenciales y hace regalos a los niños, instaura una policía nacional cuyos jefes serán nombrados por el Gobierno y revisa el proceder histórico de la nación. ¿A qué recuerda todo esto?

Sowell insta al pueblo americano a reaccionar antes de que sea demasiado tarde. No ataca las normas que contienen tales disposiciones, ni se le ocurre preconizar recursos al Tribunal Supremo para constatar la constitucionalidad de las normas. Apela al pueblo, a su sentido de la libertad, a que actúe según los valores en que se funda su organización política, reflejados en la Constitución de 1787, pues considera que su vigencia está en peligro. Se refiere a lo que reza en su preámbulo: "Nosotros, el pueblo de los Estados Unidos...". El pueblo.

La Constitución española de 1978 constituyó una enorme ilusión, era como retomar la historia. La sociedad española de 1975 no tenía nada que ver con la que había propiciado la Guerra Civil, ya que el progreso material adquirido durante los últimos años del régimen de Franco habilitó la base para una democracia moderna: una amplia clase media.

Las ansias de progreso y libertad, el señuelo de Europa y una cierta confianza en las propias posibilidades llevaron a la sociedad española a probar suerte, a apostar por un proyecto que tenía ciertos aspectos que, si bien en un primer momento fueron soslayados por mor de la viabilidad, han probado ser letales para la pervivencia de una democracia, más allá del mero formalismo.

Uno de los errores fue asumir que los 36 años del régimen de Franco habían sido sólo un paréntesis histórico, y que los protagonistas personales y las instituciones políticas que habían protagonizado la Guerra Civil podían volver a ocupar sus primitivos roles; como si la muerte natural del general sólo hubiese sido el despertar de un mal sueño; como si la historia hubiese estado detenida todo ese tiempo.

Uno de los legados de la dictadura fue una sociedad sin clase política pero con buenos técnicos. Los partidos de izquierdas se dieron cuenta del vacío existente y se arrogaron el monopolio de la epistemología de la democracia, y, haciendo gala de su desparpajo habitual, lograron que sus teorías calaran en la opinión pública como el nuevo Evangelio democrático. A su vez, se habilitó un ámbito cultural constituido por las nuevas artes menores: la cinematografía de consumo, los reality shows televisivos y la propaganda política. Estos partidos, para magnificarse, se alimentaron de las capas sociales que había conformado el populismo franquista, nutridas de funcionarios, sindicalistas, obreros de empresas públicas y miembros de colectivos subvencionados, que constituirían el ariete de una sonora apostasía del régimen que los creó y surtirían la propaganda contra una derecha que, a su vez, servía de refugio a la élite económica y cultural, así como a católicos tradicionales, asociaciones cívicas y gente corriente que recordaba los horrores de la Guerra Civil. Esta división fue instrumentalizada por los partidos políticos con fines electorales, pero caló en la sociedad y la adscripción a las burocracias partidistas sustituyó a los valores ciudadanos que deben servir como cimiento de un régimen democrático.

Más errores: asumir que el establecimiento de la democracia se conseguiría con la simple puesta en marcha de nuevas instituciones, con partidos políticos y, sobre todo, elecciones. Se fiaba a la dinámica establecida por el funcionamiento de estos mecanismos el logro de una democracia "plena y avanzada". Hubo políticos que incluso osaron decretar el momento en que había acabado lo que se vino a llamar Transición, o lo que es lo mismo, el momento en que el pueblo español se hizo democráticamente maduro. Tal osadía sólo es concebible cuando la cultura política es ínfima, o lo que es lo mismo, cuando se registra una falta de conciencia colectiva de ciudadanía, o, por otra parte, desde una absoluta carencia de escrúpulos.

Otro error: embarcarse en la confección de una Constitución que, en su parte orgánica, carecía de la más elemental de las prudencias. Se creaba una organización territorial delirante que no tenía justificación desde ningún punto de vista, ni social ni histórico. Todo procedía de un ingenuo intento de atraer a partidos nacionalistas sin arraigo social mayoritario al consenso constituyente. La instauración de un Estado siempre por acabar tampoco tiene precedente en el Derecho constitucional comparado.

La instauración del denominado Estado de las Autonomías trajo como consecuencia la creación de clientelas territoriales que, para subsistir, necesitan habilitar artificios secesionistas: hechos diferenciales, idiomas, banderas, parlamentos, leyes y un sinfín de originalidades que, con el paso del tiempo, han fraccionado de iure y de facto el poder del Estado. La historia demuestra que no hay vacíos de poder: los agujeros se llenan de inmediato. Tenemos ejemplos recientes en los territorios de la antigua Yugoslavia y en los de la Unión Soviética. Esos espacios quedan en manos de poderes fácticos controlados por oligarquías o cleptocracias, y dan lugar a la proliferación de prácticas gansteriles, lo que, de paso, provoca que la parte más capacitada de la sociedad afectada huya del ejercicio de la política activa.

La ruina de sus instituciones es la prueba de la caducidad de la Constitución de 1978: se ha llegado al punto de que incluso se exige públicamente a sus integrantes que respondan a los intereses del partido que los nombró. La prevalencia de prácticas leninistas, como la férrea disciplina de partido, y la ausencia de referencias éticas desproveen de representatividad a las Corte Generales, y las leyes que emanan de ellas no tienen más auctoritas que las normas producidas mediante el ejercicio de la potestad reglamentaria del Gobierno.

Los males que aquejan a nuestra querida patria provienen, en gran medida, de su organización política; y digo "en gran medida" porque la condición sine qua non para el ejercicio de la democracia es la existencia de una sociedad con un nivel de conocimiento que le permita, al menos, poder distinguir la verdad de la mentira. El pueblo español debe aprender de sus errores. Vivir en democracia, como previene Chesterton, es algo más que un deseo: es el permanente ejercicio de una actividad, de una vigilia colectiva para impedir que aquellos a los que se ha encargado el ejercicio del poder abusen de él.

La sociedad española es la única culpable de sus desdichas. Culpable, in vigilando, de su ruina, con el concurso doloso de gran parte de su clase política. La patología que nos preocupa ha alcanzado a su norma fundamental de convivencia: la Constitución de 1978.
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