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LIBREPENSAMIENTOS

La riqueza de la civilización

Aunque en un sentido meramente descriptivo o aproximativo cabe hablar de "civilizaciones" en plural, siendo rigurosos, el concepto de civilización es unívoco y preciso. Y constituye, además, un valor. De entre los tipos de civilización que pueden mencionarse en el presente, el occidental representa sin ninguna duda el superior, el más libre y el más rico. Según el historiador francés Guizot, tal superioridad es legítima, al ser reconocida por la razón y proclamada por los hechos.

Aunque en un sentido meramente descriptivo o aproximativo cabe hablar de "civilizaciones" en plural, siendo rigurosos, el concepto de civilización es unívoco y preciso. Y constituye, además, un valor. De entre los tipos de civilización que pueden mencionarse en el presente, el occidental representa sin ninguna duda el superior, el más libre y el más rico. Según el historiador francés Guizot, tal superioridad es legítima, al ser reconocida por la razón y proclamada por los hechos.
François Guizot.
Diríase que existe una fuerte persuasión en la Historia de las Ideas a la hora de considerar a Francia como el principal foco de efervescencia ideológica y cultural durante la Europa del siglo XIX. Guste o no. O, por decirlo con palabras de Ortega y Gasset: "El centro es Francia para bien como para mal". Podemos leer esta puntualización en la breve pero brillantísima introducción que escribió al volumen de François Guizot Historia de la civilización en Europa.
 
Es éste un libro notable, compuesto por una de las mentes más poderosas del pensamiento del Ochocientos europeo. Junto con Pierre-Paul Royer-Collard, François Guizot (1787-1874) es encuadrado dentro del grupo o movimiento de los "doctrinarios", personajes de gran categoría intelectual que influyeron vigorosamente, por ejemplo, en Alexis de Tocqueville.
 
Luis Díez del Corral ha estudiado con detalle la obra de este ramillete de inteligencias privilegiadas en varios de sus trabajos, especialmente en El liberalismo doctrinario. Los doctrinarios, nos dice el investigador español, componen un grupo bastante problemático, empezando por su mismo nombre. Pues, en efecto, quienes se mueven bajo este rótulo nada tienen que ver con lo que usualmente entendemos por "doctrina", esto es, un conjunto de principios y reglas sólida y rígidamente impuesto. Guizot recela de los principios absolutos porque llevan indefectiblemente al despotismo, uno de cuyos rasgos consiste precisamente en erigirse en estructura de poder que no permite ser examinada a la luz de la razón.
 
Es preciso aclarar que los doctrinarios, aun considerándose herederos de la Ilustración, rebajan considerablemente el componente especulativo y dogmático del racionalismo precedente. Como señala Díez del Corral, su centro de gravedad reside en la sociedad. Así, en el siglo XIX advertimos una alteración apreciable con respecto a las etapas previas: si en el XVIII los philosophes se meten a políticos, ahora son los sujetos con vocación política los llamados a filosofar. Con este giro, la filosofía política atiende con mayor esmero a los problemas del presente. Y el problema principal que contemplan los doctrinarios es la organización, desde la perspectiva civilizatoria, de la vida pública europea de la época, bastante quebrantada tras los convulsos procesos revolucionarios iniciados en 1789 y que parecen no tener fin.
 
Los doctrinarios muestran, en efecto, su desconfianza hacia los principios de carácter absoluto, como los pregonados "derechos del hombre", unas abstracciones metafísicas e irrealidades que, en rigor, poco tienen que ver con el derecho y con la realidad. Es en este sentido que cobra significación el célebre dictum de Guizot: "¡Enriqueceos, con el trabajo y el ahorro!".
 
Como su contemporáneo americano Emerson, Guizot no barrunta un porvenir humano en términos menesterosos, sino industriosos y en plena libertad, un futuro en el que la riqueza material y la espiritual avanzan simultánea y armónicamente. De este modo, cuando las masas reclaman, en abstracto, más derechos y la ampliación indiscriminada del cuerpo electoral, Guizot les replica que empiecen por preocuparse de sí mismos antes de reclamar y exigir. Y los verdaderos derechos de los hombres no son otros que las libertades, esto es, las capacidades.
 
En 1828 imparte en La Sorbona un curso académico bajo el título Historia de la civilización en Europa. Allí puede leerse lo siguiente:
 
"La civilización es una especie de océano que hace la riqueza de un pueblo y en cuyo seno todos los elementos de la vida del pueblo, todas las fuerzas de su existencia van a reunirse. […] de suerte que, dondequiera que se reconoce la civilización y los hechos que la han enriquecido, se está tentado de olvidar el precio que costaron".
 
Decimos que la civilización europea es incomparablemente más rica que las restantes no por capricho o por una opción ideológica, sino por constituir una circunstancia incontestable: es la que ha producido a la vez mayores y más diversos desarrollos. En nuestro modelo de civilización, la libertad y la diversidad han dejado atrás las formas de la homogeneidad y la tiranía que caracterizan a las culturas de Oriente, cuyo ethos se agota en la inmovilidad: "Es el estado en que han caído la mayor parte de los pueblos de Asia, donde las dominaciones teocráticas subyugan a la humanidad". En tales sociedades el desarrollo de la vida social queda cerrado por los obstáculos que instituyen al desarrollo personal.
 
Por decirlo de otro modo: para los doctrinarios, y Guizot no es una excepción, el individuo, en prioridad y valor, va delante de la sociedad. El hombre no está hecho para servir a la sociedad, porque no es siervo en absoluto. Concebir una perspectiva en la que el individuo se solidifica en función de fines genéricamente sociales y es unido rígidamente al destino de las comunidades representa un horizonte que material y espiritualmente le arruina. Royer-Collard no puede expresarlo con mayor claridad: los hombres, como personas individuales, tenemos un destino propio, distinto del de los Estados. En este estímulo que amplifica y diversifica las posibilidades de realización personal reconocemos la verdadera grandeza y riqueza de la civilización occidental.
 
Los individuos occidentales somos más ricos, libres y felices que los del resto de las sociedades del planeta porque hemos aprendido a vivir mejor, a pesar de todas las dificultades. Nos hemos enriquecido con la libertad, el trabajo y el ahorro, con esfuerzo y convicción, como pedía Guizot. Bajo este modelo avanza la civilización en Europa y adquiere de facto su unidad. Lamentablemente, nos olvidamos de ello en los momentos de peligro. Por ejemplo, en expresión de Ortega, cuando la coleta de un chino asoma por los Urales o cuando se produce la sacudida del gran magma islámico.
 
Ortega hace esta famosa declaración en el 'Prólogo para franceses' incluido en La rebelión de las masas. Escribe este ensayo de serenidad "en medio de la tormenta", o sea, en mayo de 1937. Las "guerras intereuropeas" que maquinan los bárbaros de la nueva Germania amenazan la unidad de Europa y el progreso de la civilización. Ante semejante horizonte tenebroso, Ortega se acuerda de los doctrinarios y de Guizot, de su rico mensaje de libertad y enriquecimiento.
 
Ayer como hoy, los bárbaros que dirigen sus cuchillos contra nuestras gargantas vienen de lejos, pero son los demonios interiores de las sociedades europeas los llamados a unirse a aquellos y a dejarles entrar para quedarse con la casa común y con la herencia. Ya conocemos a estos ángeles caídos: el apaciguamiento, el entendimiento con el agresor y la desmoralización que acompaña a la claudicación: "Durante tres siglos Europa ha mandado en el mundo, y ahora Europa no está segura de mandar ni de seguir mandando" (Ortega y Gasset).
 
Es en verdad cosa penosa y muy lamentable ver cómo se dilapida el rico legado material y espiritual de Europa y Occidente ante nuestros propios ojos, y contemplar un nuevo capítulo de la destrucción de la civilización en nombre de otras supuestas "civilizaciones". Es duro tener que presenciar un nuevo episodio de decadencia y ruina de aquello que tanto trabajo y ahorro ha costado construir.
 
Ojalá que también nosotros, como los maestros del pasado, podamos contarlo a las nuevas generaciones, para que nunca más desoigan la llamada de la civilización.
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