"La RSE –añade el referido organismo– es una iniciativa de carácter voluntario y sólo depende de la empresa, y se refiere a actividades que se considera rebasan el mero cumplimiento de la legislación".
Si siguiéramos consultando definiciones y descripciones de la RSC, encontraríamos que en casi todas se abunda en la implicación de la empresa en el desarrollo social y en la protección del medioambiente, en la asunción voluntaria de una ética pública que regiría sus actividades comerciales y no comerciales.
Todo esto suena bien: voluntariedad, solidaridad, sostenibilidad; protección del medioambiente, sensibilidad social. Cómo no va a sonar bien, si concuerda con el mantra de la progresía y el intervencionismo. Es tal su éxito, y tan políticamente correcta su base, que la RSC pronto podría dejar de ser voluntaria para convertirse en asignatura obligatoria para todas las empresas.
Cualquier excusa es buena para fomentar la ingeniería social; por ejemplo, un código ético que obligaría a todas las compañías del universo mundo. La empresa, sobre todo la de gran tamaño, asumiría su papel de mala y pediría perdón destinando a la RSC recursos que podría emplear de manera mucho más productiva. A fin de cuentas, la RSC, nos dicen, es una "devolución"; literalmente, en un informe de la Caja de Ahorros del Mediterráneo leemos que esta entidad
devuelve a la sociedad un alto porcentaje de sus beneficios, a través de Obras Sociales.
La actividad principal de una empresa es ganar dinero. Desde luego que a las empresas les interesa que la sociedad sea cada vez más rica, porque cuanto más lo sea, mayor renta tendrán los ciudadanos y mayor será la demanda de bienes y servicios, lo que redundará en su beneficio. Las empresas ya tienen una misión social: descubrir desequilibrios y demandas y satisfacerlas. No deben devolver nada a la sociedad, porque nada han tomado; o, por mejor decir: lo que hay ahí es un juego de suma positiva, donde todas las partes (empresas y consumidores) obtienen un beneficio.
La RSC es un batiburrillo en el que la promoción de la cultura y el deporte, la sostenibilidad, la inserción laboral, la igualdad de género, la lucha contra la corrupción o la defensa del medioambiente se mezclan con la autopromoción, la adaptación a los usos sociales y políticos del lugar, el lobbismo y el afán de conseguir rebajas fiscales.
A lo largo del tiempo, el Estado no ha dejado de crecer y de asumir una serie de funciones y competencias que, por una u otra razón, ahora no puede o no quiere desarrollar; funciones y competencias que ha decidido cargar sobre las espaldas de las empresas aprovechando la idea intervencionista, anticapitalista y totalitaria de que el beneficio que obtienen éstas no es sino fruto de los precios abusivos que han de pagar sus clientes. Quienes tal sostienen asumen implícitamente que la gente es idiota, no sabe lo que quiere y es frecuentemente víctima de abusos y engaños.